Louise Glück es una bella poeta: crea belleza a partir de las situaciones más dolorosas, más inesperadas, más personales, más desconcertantes o más rutinarias que como mujer ha vivido en diversas circunstancias a lo largo de una vida (enfrentarse de joven con la madre, matrimonios y divorcios, amistades, injusticias). Nació en Nueva York en 1943, creció en Long Island, enseña en una universidad de Massachusetts y hace pocas semanas la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura “por su inconfundible voz poética que, con una belleza austera, convierte en universal la existencia individual”.

Existe, en sus doce libros de poemas, un tono delicado y profundamente observador que registra –a la vez con distancia y empatía– sentimientos, paisajes y pensamientos. En Primogénita (1968) la autora crea un terso momento: al mirar en el asiento de enfrente a una familia, en un tren que se dirige a Chicago, aparece la idea de que con el amor se pelea. Todo tiene sentido en Glück: los primos en un feriado del Día del Trabajo, la hermana que se baña en la playa, los sentimientos cuando ve una foto de gente en la guerra. Glück nos muestra que “un evento en el mundo se transforma, en el poema, en imagen luminosa”.

La editorial valenciana Pre-Textos ha publicado, desde 2006, siete libros de Glück, hasta hace poco embodegados; gracias al premio, en un cuarto de hora despacharon todo lo que no habían vendido en catorce años. Tal vez para esto sirven los premios: para que haya más lectores decididos. En La casa en el pantanal (1975) una hija se confiesa con su madre: “Era mejor cuando estábamos/ juntas en un cuerpo”, mientras desenreda un recuerdo de los cinco años cuando su madre tomaba una foto familiar. ¿Será verdad esa remembranza? En el poema es verdadera. “La gloria de la lírica es que hace lo que la vida no puede hacer”, confirma Glück.

En Ararat (1990) escribe: “Yo nací con una vocación:/ dar testimonio a los grandes misterios”. Por eso, en un velorio, la poeta sabe que lo que quiere una viuda es que los deudos se retiren ya para volver sola a la tumba en el cementerio, al hospital en el que agonizaba su marido, regresar, en fin, al primer beso. En Vita Nova (1999) pesa la insignificancia del espacio que habitamos: “El mundo era inmenso. Después/ el mundo era pequeño. O/ muy pequeño, lo suficientemente pequeño/ para caber en un cerebro”. La vejez es vista como un lugar de serenidad: “Me he convertido en una anciana./ He acogido la oscuridad/ que tanto temía”.

En Las siete edades (2001): “El trigo cosechado, almacenado; seca/ la última fruta: el tiempo/ que se acumula, sin usar,/ ¿también termina?”. En Una vida de pueblo (2009) una vecina que le habla a su perro: “Toda su vida soñó con vivir junto al mar/ pero el destino no la llevó allá./ Este se rio de sus sueños;/ la encerró en las montañas, de donde nadie escapa”. En dos libros cuyos subtítulos son Ensayos sobre poesíaPruebas y teorías (1995) y La originalidad norteamericana (2017)–, Glück ha escrito: “Escribo para hablar a aquellos a quienes he escuchado”. Y también: “Mi idea de la venganza era probar que yo no había sido herida”. Bella, Glück. (O)