El 25 de octubre se realizará en Chile un plebiscito para determinar si los chilenos desean redactar una nueva Constitución. En Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua ya vimos esta película hace más de una década. En varios medios escuchamos que se trata desde una redemocratización de Chile –como si dicho país no estaba viviendo bajo un régimen democrático durante las últimas décadas– hasta una mejora del sistema democrático. En ambos casos, se vende todo el proceso como algo democrático cuando realmente Chile tendrá un plebiscito en no poca medida gracias a la violencia de octubre de 2019.

Esta consideración no es menor. En Ecuador bien sabemos que lo que se inicia mediante métodos violentos, evoluciona de igual forma. Cuando Correa llegó al poder con la bandera de “refundar la nación” en torno a una nueva Constitución, se dieron sucesivos golpes a la institucionalidad democrática del país, y todo mientras se vitoreaba que estábamos los ecuatorianos participando de una “fiesta democrática”. A la fiesta no estábamos invitados todos y cada vez se volvió más exclusiva: cualquiera que incomodase la versión oficial de la realidad tenía que enfrentarse al poder del partido, que llegó a controlar todas las instituciones del Estado.

El llamado proceso constituyente tenía un complicado conjunto de reglas que era constantemente interpretado según la conveniencia de quienes ostentaban el poder. Se vendía con mucho éxito una utopía y a quien se resistía por tener alguna diferencia de opinión, o quizás por creer en otra utopía, se le contestaba con violencia. El costo de disentir se fue incrementando conforme se concentraba el poder cada vez más en unos pocos.

Ahora Chile vive esa misma ilusión en torno a una nueva carta política. En América Latina las constituciones más que límites al poder han sido un reflejo de las aspiraciones del grupo que logra imponerse.

Para Áxel Kaiser, académico de la Universidad Adolfo Ibáñez, Chile nos presenta la paradoja de una nación que aun habiendo experimentado un progreso rápido y marcado –en prácticamente cualquier indicador social y económico que uno elija– muestra un alto nivel de descontento. La inflación, la pobreza y la desigualdad disminuyeron conforme aumentaron el crecimiento económico promedio, la movilidad social y otros indicadores como la cobertura y calidad de la educación y servicios médicos.

¿Cómo explicar esta paradoja? El filósofo Popper decía que las utopías presuponen una sociedad ideal y que es imposible concebir tal sociedad a través de los métodos científicos. Por lo tanto, las diferencias de opinión acerca de cómo debería ser esa sociedad ideal “no siempre pueden ser resueltas a través del método de la argumentación”. Entonces, “el utópico debe ganarse, o destruir, a los utópicos que compiten con él y que no comparten sus objetivos utópicos y quienes no profesan su religión utópica”. Y para destruirlos el utópico se debe valer de la violencia, la cual según Popper comprende la propaganda, silenciar a los críticos y la aniquilación de toda oposición. Podríamos estar pecando de inocentes si consideramos que Chile simplemente se arriesga a convertirse en una socialdemocracia al estilo nórdico o argentino, cuando esto puede terminar siendo algo más radical. (O)