Las ciudades tienen alma. No todas vibran igual ni producen los mismos sentimientos.

Yo nací en Montevideo y cuando voy a Uruguay y veo desde el avión el verdor de los árboles en casi todas las calles, me sobrecoge la emoción. Amo los barrios arbolados, el perfume del jacarandá, el olor de azahares de la calle donde nacimos. Reconozco ese perfume en cualquier otro espacio o ciudad, porque las ciudades que amamos son referencias a las que siempre volvemos, son nuestra ancla en el trajín cotidiano.

Pero mi familia siempre me reprocha que luego de unos días añoro volver y los ojos se me iluminan a medida que llega el día del regreso. Es que soy un árbol con raíces en Uruguay, pero tronco, ramas y frutos en Ecuador y en concreto en Guayaquil.

Amo los mangles del Salado. Cuando se los observa parecen hamacarse al ritmo de una música solo conocida por ellos, unas ramas se mueven a la derecha, otras a la izquierda. Sentarse en la Plaza de la Música y ver un atardecer con el sol reflejado en el estero es uno de los paisajes más hermosos que nos brinda la ciudad. Por la mañana el perfume de las canangas embriaga el aire que rodea las universidades, a veces perturbado por el olor de frituras que aún se esparce desde los patios de comida cercanos. Amo sus lluvias torrenciales y el ruido de tambores que la anuncia.

Me encantan las tiendas barriales, centro de información y 911 propios, que movilizan personas y animales, también motos y toletes improvisados si alguien necesita auxilio. Y los bingos en las calles de la isla Trinitaria y de Nigeria.

Un domingo por la tarde me visitaron unos jóvenes de Monte Sinaí, recorríamos las calles de la Ferroviaria. Uno de ellos parecía caminar en puntillas, mirando asustado las veredas. Cómo hace para vivir en este silencio, se animó a preguntar. Él, acostumbrado al bullicio, los parlantes fuera de la casa, los pasillos de Julio Jaramillo, las cumbias y reguetón. Y yo que encontraba que había mucho ruido en el sector… Para ellos la ciudad es la calle, su calle, a la que vuelven como si fuera una amiga, donde se sienten seguros y en confianza.

Tatiana sostiene que si una iguana no te ha dejado una plasta en la cabeza con su olor insoportable y las palomas en menor proporción no han hecho lo mismo, entonces no estás en Guayaquil. Ella ama mirar la ciudad desde el cerro Santa Ana y el Malecón Simón Bolívar, y correr sin trabas por el parque Samanes. Mientras que la señora Dora que no dormía cuidando carros en la noche, amaba los domingos subirse a la Metro y con un solo pasaje recorrer toda la ciudad, miraba por la ventana, conversando con algunos pasajeros, luego regresaba a su casa, pero antes se detenía a comprar helados para sus nietos. Hoy no está con nosotros, se la llevó el COVID-19. La lloran sus nietos, el barrio y la Metro.

Amo a su gente y el recuerdo de sus muertos. Al cumplirse seis meses en que la pandemia arrebató la vida a casi 40 personas del barrio donde vivo, los vecinos pusieron velas en las calles y durante tres días salieron a rezar por los que ya no están, porque cuando faltan las personas que amamos, la ciudad, el barrio, la calle ya no son lo mismo, no los reconocemos, se adormecen en la bruma y no logran despertar. (O)