En el lenguaje rebuscado de las ciencias sociales, se suele decir que los partidos políticos son “atajos cognitivos” para los electores. Traducida, esa expresión quiere decir que los partidos le proporcionan a la gente de a pie la información básica que debe tener para orientarse en el campo de la política. En efecto, esa es una de las múltiples funciones que deben desempeñar esas organizaciones, sobre todo porque la enorme mayoría de habitantes del planeta no tienen a la política entre sus preocupaciones centrales y tampoco quieren destinar mucho tiempo a entenderla. Obviamente, una condición básica para alcanzar ese objetivo es que los partidos tengan ideologías definidas y presenten propuestas serias sobre los problemas centrales de su medio. Pero, hay un requisito previo, y es que ellos existan como organizaciones estables y no solo como membretes o maquinas electorales. Cuando no se cumplen esas dos condiciones, los electores quedan a la deriva y el voto hepático se impone sobre el voto cerebral.
Esta última realidad se hace evidente en las primeras señales del proceso electoral. El alto número de precandidatos y sobre todo la descomunal multiplicación de siglas y nombres estrafalarios reconocidos oficialmente, son el resultado de la casi total desaparición de partidos estables, con algún asomo de ideología y con propuestas relativamente estructuradas. Es cierto que, en las últimas décadas del siglo pasado, los partidos que predominaron desde la transición a la democracia fueron perdiendo la escasa solidez ideológica y la reducida capacidad para formular políticas que en algún momento tuvieron, pero también es verdad que sus reemplazantes jamás se preocuparon por esos aspectos.
En un primer momento –largo momento de diez años– el espacio fue ocupado por una sola organización, Alianza País. No solo conceptualmente, sino explícitamente, esta era la negación del modelo de partido y en esa condición hipotecó todo el proceso a la suerte del liderazgo personalista. Terminado ese período, se produjo el aluvión de organizaciones conformadas más con fines de lucro que con objetivos políticos. Ahora, estas últimas se enfrentan con el fantasma de la primera que ha debido ir en peregrinación de una etiqueta para poder entrar en la competencia. En cualquiera de ellas, por más que se busque no se encontrará más que consignas electorales vacías de ideología y de propuestas serias.
Se podría pensar que los meses que faltan para la elección pudieran servir para cubrir una parte de ese vacío, pero es poco probable que ello ocurra porque se impondrá la lógica de la captación del voto emotivo. Además, las normas vigentes establecen un período de sequía electoral, entre el fin de las inscripciones (7 de octubre) y el inicio de la campaña (31 de diciembre). Son ochenta y cinco días en que no se pueden promocionar las candidaturas por medios de comunicación o hacer actos que las autoridades electorales interpreten como una campaña adelantada. Por tanto, se les quita a las organizaciones políticas la posibilidad de desempeñar su función de “atajos cognitivos”. Con ello se reducen las posibilidades de que la ciudadanía pueda guiarse por algo más que la cara que vio diariamente en el programa televisivo de farándula o por el recuerdo de un triunfo deportivo en el pasado. El voto seguirá radicado en el hígado. (O)