Me pongo en actitud celebratoria del Bicentenario de la Independencia de nuestra ciudad y lo que me sale del alma, a chorros emotivos, es el rostro de una Guayaquil que perdí para siempre. He habitado toda mi vida en el Barrio del Astillero, forzando un poco su extensión hacia el Centenario, y he defendido a ultranza mantenerme fiel al sur pese a ser testigo del lento éxodo de familiares y amigos, primero a Urdesa, luego a Los Ceibos y por último a Samborondón. Algún sociólogo tendrá claras las razones de esos desplazamientos –utilitarias, sociales, esteticistas–, yo mantengo mi arraigamiento por motivos más misteriosos. Resulta fácil deducir que he conducido bastante por las calles de este puerto.

Leyendo Las cruces sobre el agua, la inmortal novela de Joaquín Gallegos Lara, aprendí que la calle Industrias era la arteria sureña más amplia, cercana al río Guayas, ya convertida en Eloy Alfaro cuando yo me movía en ella, y cuyo recorrido no puedo hacer sin sumirme en intensas evocaciones. Esa fue mi calle, en un tipo de vida que llamaba a la exploración sin que mis mayores cayeran en hitos de angustia. Solo cruzando el amplio zaguán de escalones de granito, ya estaban a la mano el bazar, la despensa, la peluquería; en diagonal un enorme colegio de niñas; dos cuadras más atrás, la iglesia con su correspondiente parque.

No soy tan vieja como para haber sido testigo del nacimiento del equipo Barcelona Sporting Club, pero escuché desde muy temprano las pasiones que provocaba y quiso el azar que mi primo fuera el famoso guardameta de ese equipo y héroe de hazaña deportiva cuando integró la selección ecuatoriana en juego contra Chile. No lejos de la localización del estadio Capwell, he estado cercada por el fútbol aunque este no consiguió ingresar al ruedo de mis intereses. Tal vez me produjo el efecto contrario, por saturación. Pero no dejo de reconocer que la devoción por el rey de los deportes flotó siempre en el aire de mi barrio.

Gocé de tener pandilla, ese grupito de niños vecinos que podíamos interactuar en las calles manejando bicicletas o en los diferentes domicilios al calor de reñidos juegos de mesa. Vi por primera vez televisión en la sala de mis amigos, recorrí caminando la calmosa extensión de las calles Chile y Chimborazo, envidié a mi hermano mayor porque él podía ir a pie a su colegio mientras yo tenía que esperar un bus. A veces mi madre escogía para la misa dominical un templo más distante y mi placer consistía, que me perdonen los devotos, en el paseo de varias cuadras frente a cuyas casas yo construía historias imaginarias.

El Barrio del Astillero me regaló una vida multicolor, animada y segura. Alguna vez me salió al paso un exhibicionista, pero ese asalto las mujeres lo hemos sufrido en cualquier parte. Mi familia alimentaba relaciones cálidas con los habitantes cercanos, consumía los productos de la oferta próxima y si se forzaba un poco, avanzaba al Mercado Sur, donde todo estaba revuelto y sin aseo. Alguna vez ingresé a la iglesia San José y pude ver los restos de Narcisa de Jesús, cuando estaba lejos de ser santa.

Una vez que me mudé más al sur, perdí la vida de barrio. Las villas dan más autonomía, pero nos hacen carecer del sabor de una comunidad que, cuando es bien avenida, es maestra de vida y de afectos. Este rostro del Barrio del Astillero está en mi corazón. (O)