El objetivo que buscó el correísmo al intentar preinscribir a sus candidatos a destiempo y sin su presencia física fue ponerle al Consejo Nacional Electoral y a los potenciales competidores electorales ante hechos consumados. Así podría beneficiarse de disposiciones legales y reglamentarias torpemente hechas y de la reacción aún más torpe de sus contendientes. La recepción del documento que contenía la supuesta nominación hecha en elecciones primarias será, para esa fuerza política, la comprobación del cumplimiento del primer paso en el trámite de la inscripción definitiva. No importa que ese acto no se diferencie en nada del ejercicio rutinario y propio de un funcionario de ventanilla encargado de recibir las decenas o centenas de cartas, memos, periódicos, panfletos publicitarios y cuanto papel y paquete llegue hasta sus manos. La mitología militante, que se alimenta día a día con sus propios hechos y dichos, convirtió a una simple recepción en una admisión a trámite, por lo que sus cultores, en múltiples entrevistas y mensajes en las redes sociales, no tardaron festejar tanta sagacidad (que en términos llanos se llama viveza criolla).

Si el CNE fue puesto contra las cuerdas, los demás partidos y candidaturas no quedaron en mejor situación. Hasta ese momento, estos se debatían en el dilema de apoyar o rechazar (como fuerzas políticas, se entiende) la postulación del correísmo. Aunque ellos sabían perfectamente que no había cumplido los procedimientos establecidos, se negaban a sacar la única conclusión cierta, que era la imposibilidad de la inscripción. Por el temor a ser calificados como maniobreros o por una bravuconería que los llevaba a afirmar que querían derrotarlo en las urnas, no se pronunciaron de manera contundente como corresponde hacerlo ante una irregularidad e ilegalidad. Perdieron la oportunidad de decir que hasta ahí llegaba el sinuoso camino por el que pretendía llevar el expresidente a sus fieles seguidores y ahora, ante los hechos consumados, parece que aceptarán mayoritariamente la postulación.

El asunto pone nuevamente sobre la mesa la disyuntiva entre legalidad y legitimidad. Quienes abogan por la participación del correísmo piden cerrar los ojos frente a los actos que carecen de toda legalidad y llaman a mirar exclusivamente la legitimidad de una corriente política que potencialmente contaría con fuerte apoyo electoral. Los argumentos para no excluirla van desde el derecho de los votantes a escoger hasta el temor a potenciales acciones conspirativas, pasando por la necesidad de medir fuerzas y la posibilidad de que fuera utilizada en tribunales internacionales como prueba de la persecución política que aducen. Aunque pudiera tener algún asidero (que en realidad no lo tiene), ninguna de esas apreciaciones es válida para pasar por encima de las normas establecidas. Si ahora se opta por la preeminencia de la legitimidad sobre la legalidad, habrá que aceptar que la regla se mantenga a lo largo del próximo período gubernamental. Ya sea desde el gobierno o desde la oposición, el correísmo hará valer ese principio porque habrá medido la eficiencia de jugar con el miedo de sus contrarios.

Si la historia siempre es buena maestra, la historia reciente lo es mucho más. Por ello, cabe recordar los tiempos del sainete de Montecristi cuando, por la vía de los hechos consumados, se impuso la legitimidad. Debimos padecerla un decenio. (O)