Recientemente han saltado escándalos debido al aparente desfalco cometido contra fondos del Biess e Isspol –el banco del seguro social y el fondo de jubilación de los policías retirados–. En ambos casos es evidente que quienes custodiaban el ahorro de los trabajadores y policías no tenían su mejor interés en mente o pensaron que siempre estaría el Estado detrás para pagar la cuenta. El escándalo estalló de la misma manera que lo han hecho otros esquemas Ponzi en el pasado: cuando escasea la liquidez. De manera que es gracias a la crisis fiscal que nos enteramos. ¿Qué podemos aprender de esto?

Bajo una visión romántica de la política, son los políticos, quienes ya sea por el “bien común” o por una verdadera vocación de servir, sacrifican todo interés o tentación personal y actúan para buscar beneficiar a otros. La otra cara de la moneda de esta visión suele ser que los empresarios al buscar siempre avanzar su interés terminan perjudicando aquel de otros.

La realidad es muy distinta a las ficciones populares. Cuando los políticos manejan el dinero de otros suelen hacerlo para beneficio propio y, al hacerlo, perjudican el patrimonio de precisamente esas personas a quienes dicen servir. Esto es noticia de todos los días en los diarios. Ahora, aparentemente se han esfumado más de la mitad de los ahorros de los policías retirados (más de $800 millones). El periodista Martín Pallares lo explica:

“En el proceso de estas transacciones irregulares hay muchos que se enriquecen: por ejemplo, el administrador de los fondos que hace las inversiones en papeles sin respaldo, las casas de valores inescrupulosas que seducen o sobornan a los administradores, el funcionario o el superintendente que se hace de la vista gorda a cambio de un diezmo y, entre otros, el empresario que vende papeles de su empresa quebrada a sabiendas de que no sufrirá ninguna consecuencia porque tiene la certeza de que al otro extremo de la operación está el Estado que cubrirá los faltantes”.

La historia sería muy distinta si los policías y otros trabajadores tuviesen libertad para elegir entre distintos administradores. Esto es, si no existiera un monopolio estatal a cargo de cuidar el dinero de otros y, en cambio, existiera un mercado con varios administradores compitiendo entre sí por captar una mayor porción de los ahorros. Si bien podrían darse comportamientos inescrupulosos, estos se corregirían mucho más rápido y no abarcarían todo el sistema sino a determinadas administradoras –que luego perderían clientes–.

Esto no se debe a que los empresarios son ángeles y los políticos diablos, sino a que los incentivos de los primeros están alineados con aquellos de sus clientes cuando se enfrentan a la disciplina de mercado. Esto es, cuando existe un mercado competitivo en el que todos los días para maximizar sus ganancias deben ingeniárselas para ver cómo satisfacen mejor a sus clientes. En ese tipo de mercado, el que mejor satisface las necesidades del cliente ofreciendo un mejor servicio a un mejor precio es el que más gana.

Al final del día, cada persona debe ser responsable de las inversiones que se realizan con sus ahorros. Cualquier otro arreglo institucional es una receta para grandes descuidos y fraudes, mientras unos fingen estar cuidando el dinero de otros. (O)