El reconocer lenguajes escritos es reciente en la historia de la humanidad: la escritura tiene cerca de seis mil años, el alfabeto casi cuatro mil. Pero el cerebro lleva unos doscientos mil años. De modo que, cuando por primera vez nuestros remotos antepasados empezaron a leer, el cerebro debió ir adaptando esa capacidad para la lectura porque en nuestros genes no hay ninguno que esté programado específicamente para leer. Esto es, más o menos, lo que vienen sosteniendo desde hace varias décadas las neurociencias de la lectura al investigar y observar las imágenes del cerebro cuando este se halla en pleno proceso lector.

Del 24 al 27 de septiembre será, esta vez en versión digital, la Feria Internacional del Libro de Guayaquil, que promueve una variedad muy diversa de escritores y temas. Esta es una magnífica ventana para conocer mejor las ideas y las obras de relevantes autores nacionales e internacionales, pero especialmente es una nueva oportunidad para reflexionar sobre la importancia que les damos a las palabras impresas, a los libros y a las bibliotecas en nuestras vidas. Esta celebración del lenguaje escrito debe profundizar discusiones sobre qué estamos haciendo en escuelas, colegios y hogares, y en la sociedad toda, para estimular la lectura.

La escritora y actual gerenta del Plan Nacional del Libro y la Lectura, Juana Neira, le dijo hace poco a Gabriel Flores, de El Comercio: “El libro y la lectura tendrían que estar dentro de la canasta básica de todas las familias”. Este deseo es seductor, pues se cree que una persona que lee –y que lee bien, entendiendo los sentidos, disfrutando del sonido y el engarce de los vocablos, ampliando la mente– está potencialmente vacunándose contra sectarismos y fanatismos (aunque lo contrario también es cierto: muchos leen justamente para alimentar su sectarismo y fanatismo), lo que podría beneficiar a una comunidad democrática.

Leer abre mundos y potencia los ya conocidos. Especialistas en la ciencia de la lectura –como Stanislas Dehaene, Maryanne Wolf, Óscar Vilarroya o Francisco Mora (solo para nombrar unos pocos cuyos libros circulan en nuestro medio)– concuerdan en que aprender a leer modifica al mismo cerebro, pues este, gracias a la lectura, admite ajustes en su funcionamiento. Resulta que la alfabetización cambia el cerebro y, así, amplía las posibilidades de pensar, inventar y producir nuevas realidades. Por las tecnologías de la imagen, desde hace décadas se puede prácticamente ver la espectacular actividad del cerebro de una persona cuando lee.

Debemos reconocer el carácter profundamente creativo de la naturaleza del lenguaje escrito, que puede producir personas más despiertas de sí mismas y de aquello que las rodea. Tal vez por eso Juana Neira considera que el libro deba ser un producto de primera necesidad… pero ¿será posible esto en un país troceado por la infamia de los ‘intelectuales’ correístas de ayer y de hoy, cuyo mecanismo de poder fue precisamente reprimir las ideas propias de los ciudadanos? Para que la escritura adquiera la importancia que se merece es necesario hacer acuerdos nacionales sobre los comportamientos éticos de todos. (O)