La pandemia del coronavirus en medio de tanto dolor e incertidumbre deja, sin embargo, algunas cosas bastante claras. Por un lado, es el Estado –al que tanto se critica y menosprecia como lo hace el neoliberalismo que propugna incluso su minimalización– la instancia capaz de afrontar los desastres y desafíos, como los producidos por el COVID-19 alrededor de todo el mundo. Precisamente, lo que se exige ahora no es menos Estado, sino todo lo contrario, su mayor presencia y respuesta para enfrentar a la peste. Por otro lado, queda en evidencia con la actual emergencia que la salud y la agricultura son dos bienes esenciales que no pueden ser degradados a simples o corrientes mercancías; pues, en el primer caso, se trata de un derecho que debe estar disponible para todas las personas; y, en el segundo, a la agricultura se la vincula con la seguridad alimentaria, es decir, con la propia supervivencia de la población.

Pero a la salud también se agrega un bien fundamental, me refiero a la educación, sector estratégico para el desarrollo de un país en tanto permite ofrecer oportunidades a todos nuestros niños y jóvenes, independientemente de su situación económica o posición social. No olvidemos que con una educación pública de calidad se coloca a la gente en el mismo punto de partida, es decir, en igualdad de condiciones para competir en la sociedad y destacar en función de sus habilidades y capacidades propias. Vale subrayar, como bien lo refería Pierre Bourdieu, que las estructuras simbólicas son “una dimensión de todo poder” y la escuela como institución –en todos sus niveles– también juega un papel diferenciador de las clases sociales, coadyuvando a reproducir el orden social imperante.

A propósito, en estos tiempos de crisis la educación ha desnudado aún más las enormes desigualdades existentes en el Ecuador. A diferencia de lo que sucede en la ciudad y escuelas privadas, muchos niños de los sectores rurales y urbano marginales no han podido –en medio del estado de excepción– concluir o iniciar de buena manera las clases, ante la falta de un computador o conexión a la red. A estudiantes se los ha visto ubicados en la copa de un árbol, en lomas o en los techos de sus viviendas para tratar de captar la señal de internet en teléfonos móviles y, de esa manera, poder recibir clases virtuales o enviar sus tareas escolares. Sin duda, son imágenes del tercer mundo, donde la pobreza se ha ensañado contra los más vulnerables y desheredados del sistema. En esto, la Unesco advierte que ‘menos del 10 % de los países cuentan con leyes que ayudan a garantizar la plena inclusión en la educación’.

En ese ambiente de precariedad nos preguntamos ¿qué posibilidades reales de éxito tienen esos niños y jóvenes de salir de la pobreza? Muy pocas. Por el contrario, es más probable que sigan reproduciendo ellos y sus descendientes esas carencias expresadas en miseria y marginación. En tanto el sistema educativo se encargará de sancionar estas diferencias puramente sociales como si fuesen de carácter escolar, justificando con ello lo injustificable. (O)