Me asombra no tanto el cambio (sinónimo de vida) sino el eterno retorno de lo mismo. Como si todo existiera desde siempre y jugara a ser distintas versiones de sí mismo. Pestes, guerras, políticos corruptos; traidores, necios, resentidos reaparecen sobre el escenario de la historia, cambian de nombre y de vestido, aunque son el mismo mal viejo y conocido. Pero no quiero regalarles este tema a los villanos, para qué darles más espacio del que ya tienen. Si han invadido ese mundo que de mí no depende, no les permitiré tomarse el mío. Hablaremos de los buenos.

Los relatos de siglos pasados están poblados de personas que, como nosotros hoy, trabajaban para ganarse la vida. Eso tenemos todos los seres humanos, desde siempre, en común: profesiones, oficios, la misión de ganarnos el pan con el sudor de la frente. Porque a menos que hayamos nacido en alta cuna o que seamos políticos latinoamericanos (Robin Hoods al revés: roban a los pobres para hacerse ricos), nuestra alternativa para sobrevivir es salir a trabajar. Salir, en tiempos de pandemia, es solo un decir.

Los vendedores ambulantes de antaño iban de pueblo en pueblo ofreciendo sus mercancías, desgastaban los zapatos, veían el mundo. Al vendedor “puerta a puerta” lo reemplazaron las tiendas y a las tiendas las está matando el internet (con ayuda del virus). Recuerdo una propaganda que de niña oía en la tele, una canción tan pegajosa que lleva tres décadas en mi memoria: “Voy a tocar su puerta, tocar el timbre, su ventana también… ábrame ya, soy su amigo Electrolux”. Si hoy un desconocido toca tu puerta, timbre y ventana, llamas a la policía (o le confiesas que no deseas conocer mejor a Jesús). Hoy sucede, sin embargo, un fenómeno fascinante: los vendedores caminantes, aventureros, habituados a hablar con desconocidos cara a cara, están atados a sus pantallas, inmóviles ante sus escritorios administrando tiendas online. En los últimos meses he visto a tanta gente abrazar con entusiasmo la posibilidad de publicitar y vender sus productos por redes sociales. Los nuevos correcaminos son los repartidores (a veces son los mismos vendedores, con otro disfraz y sin el riesgo de que les tiren la puerta en las narices gracias a la preventa).

Trabajar desde casa es salvación y maldición. Por un lado, podemos seguir ofreciendo comidas, libros y cremas. Por otro, el trabajo ha invadido nuestra intimidad. Quienes tienen niños en casa sufren doblemente ante la angustia de sus hijos al ver a mamá presente pero ausente, cerca pero lejos, ocupada como un baño cuando necesitamos urgentemente orinar: está ahí, pero no para nosotros. Aunque el trabajo desde casa no es novedad, recorre la historia humana en distintas versiones. Los hijos del escritor Thomas Mann recuerdan con horror el estudio del padre ante cuya puerta (siempre cerrada) debían pasar de puntillas y susurrando: invisibles. Millones de mujeres alimentaron a sus familias cosiendo día y noche al ritmo de las respiraciones de sus hijos. Y cuántos periodistas han atormentado a sus familias con el estrepitoso traqueteo de sus teclados, como el mío al que ya le va llegando la hora de callar. (O)