Últimas tardes con Teresa, la gran novela del recientemente fallecido escritor catalán Juan Marsé, se publicó en 1966. La historia es tan fascinante como sencilla. Es un cuento de verano. Una chica de la burguesía catalana con pretensiones intelectuales de izquierda, Teresa, y un pícaro de la clase baja, el Pijoaparte, se enamoran en medio de una serie de malentendidos sobre la identidad y el destino de cada uno. Ella cree que el Pijoaparte es un militante revolucionario clandestino. Malentendido que surge a su vez de otro, cuando el chico creía enamorarse de una chica de la clase alta barcelonesa, y termina haciéndolo de una empleada de Teresa. La historia tiene un cierto candor y su levedad se hace llevadera por lo mejor de la novela: su lenguaje y la sabiduría de los equívocos. Es una lectura compleja de las pasiones de una sociedad. La leí cuando yo ni siquiera sospechaba que un día terminaría viviendo en Barcelona.

Años después, instalado allí, cuando iba adquiriendo familiaridad con los espacios, estos empezaron a revelar nombres que me sonaban remotamente conocidos: el parque Joanic, la calle Escorial, Ronda del Guinardó, San Gervasi, la calle Torrent de les Flors, la Plaça de Sanllehy, el Carmel, nombres que aprendí en catalán pero en los que resonaban los que había descrito Marsé en castellano. Así que quise releer la novela, esta vez con conocimiento de causa, y la abrí con cierta prevención de que me decepcionara. Releer es la prueba de fuego del talento. Fue como leerla por primera vez y todavía más admirado de ese lenguaje preciso de Marsé. Incluso mejoró en mi relectura. Su autor representaba a los escritores del tiempo de resistencia a los franquistas, que lo miraron con desconfianza, en parte por su origen popular, en parte por una finura en el lenguaje que se presta a varias lecturas y no a una sola, direccionada e impositiva. Años después, paradójicamente, esa misma mirada desconfiada la tendrían los nacionalistas catalanes hacia él por escribir en castellano como si fuera un traidor, como si por eso no pudiera ser considerado un escritor catalán, cuando es uno de los más importantes.

Podría parecer que la Barcelona de la que habla Marsé en Últimas tardes con Teresa ya no existe. Sus pijoapartes han envejecido, quizá sus hijos o nietos se han convertido en los nacionalistas catalanes de nuevo cuño, más papistas que el papa. Durante mucho tiempo creí reconocer en varias barcelonesas mayores el espíritu maduro de una Teresa que aprendió de la vida. Yo estaba fascinado con ellas, por la sencillez que dan los años, por una calidez y apertura cosmopolita, casi como un secreto que no se ofrecía a simple vista y que gracias a la perspectiva y el personaje creado por Marsé yo podía percibir, transmitiendo ellas una corriente subterránea de simpatía que parece haberse borrado de una ciudad rendida a la ideología dura de la sospecha y la desconfianza de lo que no es identitariamente incondicional. Gracias al talento de la escritura de Marsé, que se escapó del franquismo, que se escapa del independentismo radical actual, sobrevive lo mejor del espíritu de una ciudad como Barcelona. (O)