Tan grave como la pandemia ha resultado la enfermedad de violar la ley sin que nos aterren las consecuencias de este acto. Siempre ha habido –y habrá– gente que burla la ley en beneficio de sus propios intereses y sus círculos, pero también es cierto que existen sociedades con instituciones de justicia confiables que funcionan bastante bien, en las que, a la final, reciben sentencias drásticas quienes así lo merecen por acciones cometidas en contra del interés común. La pandemia ha desnudado en el Ecuador un déficit aterrador de valores morales facilitado por quienes actúan activamente como políticos.
Entre nosotros es frecuente la corrupción con dinero público porque, entre otros motivos, los procesos que fuerzan a obedecer la ley, en última instancia, no castigan como es debido a los infractores de cuello blanco; es más, con procedimientos como la cooperación eficaz y otros atenuantes –que aquí ya se han pervertido– podría pensarse que el mismo sistema de justicia provoca soslayadamente ciertos grados de impunidad. De modo que, en general, nuestra justicia no es ejemplarizadora: no da muestras contundentes de ejemplaridad porque sus sentencias, que debieran ser una seria advertencia que atemorice a otros, por diversos acomodos se ven como condenas a medias.
Esto puede percibirse en varios casos. Una exministra de Estado, involucrada en hechos de corrupción mientras ejercía el cargo, que debería estar tras las rejas y despojada de sus bienes mal habidos, cumple medidas sustitutivas, en nombre de no sé qué distorsionada idea libresca y neoconstitucional del amor filial, porque tiene un hijo menor de edad. Todo lo contrario: una madre o un padre con esas características es un verdadero peligro para el bienestar futuro de un menor de edad y el sistema no debe ceder a sentimentalismos baratos. Apelar al idilio familiar puede ser otro pretexto para no temer a la ley.
¿Por qué tener 65 años o más nos libra de ir a la cárcel? No hay razón alguna para que un señor mayor –que por eso mismo tendría que haber alcanzado una cabal comprensión del bien y del mal–, condenado por lavado de activos cuando era dirigente deportivo, se acoja al “régimen semiabierto” y termine su condena en su lujosa casa. Todo lo contrario: hay que practicar el principio de que mientras más encumbrado sea un individuo menos tolerante debe ser la justicia. Debería causarnos a todos pavor y espanto caer en manos de la justicia. Una cultura de la legalidad consigue que los ciudadanos teman grandemente a la ley.
¿No es una anomalía gigantesca que una prefecta provincial, de quien se investigan pruebas de posibles delitos, siga despachando con un grillete electrónico en el tobillo y pagada por el erario público? Todo lo contrario: al menos, mientras dura la indagación, esa funcionaria no debiera ejercer ninguna representación pública. Sin embargo, en este juego de inequidades y desigualdades que, en general, produce una parte de nuestro sistema de justicia –creado por los políticos que hoy dan muestras de no saber dar prestigio a la función pública–, un delincuente de corbata termina a la larga como un tipo triunfador. (O)










