El Registro Civil reporta para el primer cuatrimestre del 2020, a nivel nacional, 38 364 defunciones producidas por diversos motivos; para igual periodo del año 2019, las muertes registradas sumaron 25 061, es decir, en ese lapso, se advierte un aumento de los decesos en 13 303, lo que representa un crecimiento del 53 % de este indicador.

Al realizar el ejercicio comparativo, se puede advertir que la provincia del Guayas muestra un gran e inusual incremento de muertes por sobre lo contabilizado en 2019, esto es, 11 616 casos adicionales, lo que representa el 87,32 % de las defunciones por sobre las cifras sujetas a cotejo. En esta línea de análisis le siguen Santa Elena con 772 muertes (5,80 %), Manabí con 606 (4,56% ), Pichincha con 365 (2,74 %), El Oro con 225 (1,69 %), Los Ríos 139 (1,04 %), etcétera.

Lo que queda claro es que la tragedia vivida en estos últimos meses, sobre todo en la ciudad de Guayaquil, guarda –de una u otra manera– relación con la presencia de la devastadora peste y sus mortíferas espigas de puntas redondeadas. A pesar de ello, verbigracia, el Ministerio de Salud Pública (MSP) al 12 de mayo de 2020 reportaba 2327 personas fallecidas a causa de la COVID-19, número muy distante de lo que sucede en la realidad.

Se podrá decir, y a eso apela justamente el MSP, que oficialmente se pueden anotar como muertes por coronavirus únicamente aquellos casos que han sido confirmados mediante las respectivas pruebas de laboratorio. Sin embargo, la falta suficiente de testeos en el Ecuador y el mundo lo que produce, en la práctica, es una grosera subestimación estadística, lo cual, dicho sea de paso, resulta conveniente políticamente hablando para los Gobiernos a la hora de evaluar su gestión ante la crisis.

Lo cierto que es los muertos no se pueden ocultar. Están ahí, unos cuerpos enterrados o cremados, otros perdidos o ubicados en oscuros y fríos contenedores esperando a ser identificados como mudos testigos de la más aberrante ineficiencia en el manejo de la emergencia sanitaria… Pero los muertos tienen nombres, rostros, familias, cuyas tragedias merecen ser cerradas de manera digna y humana.

Pero a diferencia de lo que se alcanza a ver desde el ojo miope del poder, las muertes que involucran –valga subrayar– principalmente a provincias de la Costa con excepción de Pichincha, no se explican exclusivamente por la falta de colaboración de la gente. Hay que mirar más allá de las narices, buscando otras explicaciones con mayor sustancia. Debemos los latinoamericanos de parar con esa propensión a autoflagelarnos, a considerarnos –con base en estereotipos trabajados desde una visión hegemónica– en seres inferiores, desordenados, vagos, corruptos, en fin, en infrahumanos que necesitamos que “otros” (con seguridad del primer mundo) nos hagan el favor de disciplinar o civilizar.

Así por ejemplo, si analizamos los reportes que entrega la Enemdu, podemos advertir que en el país los guarismos vinculados con el empleo adecuado, subempleo, otro empleo no pleno, desempleo y seguridad social desvelan, y de buena manera, los comportamientos y reacciones de una sociedad que la indisciplina por sí sola no puede clarificar. (O)