No es muy probable que las mediáticas reflexiones de los filósofos exprés de las redes puedan proporcionar respuestas a la manera en que estamos enfrentando este momento. Pero con toda seguridad sí se las puede encontrar en el irónico texto del historiador Carlo Cipolla sobre la estupidez humana (Allegro ma non troppo. Edición Crítica, 1988). Sobre todo, nos ayudará mucho su concepto de una persona estúpida como alguien que causa daño a otra u otras personas sin obtener un provecho para sí mismo, o incluso obteniendo un perjuicio. También nos ayudará su lapidaria apreciación de que la distribución universal de la estupidez es independiente de factores como la posición social, el nivel económico, el sexo, la edad o la educación. Es una visión irónica, pero sobre todo es pesimista y está cargada de realismo.

Después de más de dos meses de vivir en carne propia los efectos de la peor crisis mundial de los últimos cien años y constatar la imparable sucesión de barbaridades cometidas por gobernantes y personas comunes y corrientes, resulta inevitable darle la razón al autor italiano. Sin necesidad de ir a otros lados, donde se oyen recomendaciones tan saludables como la de tomar detergente, en nuestro propio patio, a distancia de un clic –que es lo más cerca que podamos estar actualmente– tenemos la comprobación material de esas apreciaciones. Basta ver lo sucedido con las leyes enviadas por el Gobierno para enfrentar la epidemia.

Para comenzar, quienes redactaron los proyectos no se molestaron en consultar la Constitución para saber, por un lado, que varios artículos entraban en contradicción con esta y, por otro lado, que una ley ordinaria no puede reformar leyes orgánicas, como sucederá si se la aprueba. Lo que siguió después fue más ilustrativo de aquella amplia distribución de la condición aludida por Cipolla. Mantener el dogma de no aprobar impuestos, que contagió como virus a decenas de asambleístas, bloquear cualquier solución para salvar a su líder de la cárcel o intentar acabar con un Gobierno débil en medio de una situación de gravedad absoluta son muestras claras de la manera en que se impuso la práctica de hacer daño a otros, aunque con ello se perjudicaran ellos mismos. Los que no estaban en eso –salvando las excepciones que siempre hay– agotaban su cerebro con brillantes sugerencias como la de establecer la baja del costo de la vida por disposición legal. Finalmente, el país se enteró, por medio de un par de mensajes, de que el presidente de la República tiraba la toalla y dejaba sin piso a la que, hasta ese momento, era su principal medida para obtener algo de recursos. Hasta el momento de escribir este artículo (viernes en la mañana), la incógnita era más grande que antes del envío de las leyes y la angustia abría la puerta a una catarata de especulaciones.

Lo que sucedió entre el Gobierno y la Asamblea no es exclusivo de esas altas esferas. Todos nosotros, en mayor o menor medida, pusimos nuestra dosis de estupidez cuando exigimos que se ajuste lo que haya que ajustar, excepto nuestro metro cuadrado. Penosamente, hay que aceptar que la estupidez es parte de la condición humana. (O)