Un distinguido ciudadano estadounidense, que vive en Ecuador por casi cuarenta años, promueve permanentemente acciones que rescatan el valor de comportamientos positivos para superar situaciones de corrupción como la extorsión y el soborno. Afirma, de forma sostenida en el tiempo y lo predica con su ejemplo, que uno de los caminos que la sociedad ecuatoriana puede emprender es diseñar mecanismos que permitan desviar actos de corrupción mientras estos se producen. Cree que el lenguaje colabora con la construcción de la realidad y que las palabras que utilizamos son casi exclusivamente para describir la maldad y la decadencia, contribuyendo así para que esta situación se perennice. No desconoce la existencia del error intrínseco a las acciones de las personas, pero está convencido de que tiene que haber alguien, individuo o grupo, que hable de las características buenas que tenemos los ecuatorianos… de la honestidad criolla, que es más importante culturalmente que su antípoda, la viveza criolla.

Para nosotros, la situación generalizada de corrupción, que es noticia diaria, nos abruma y duele tanto que lo expresamos con vehemencia y convicción, tratando de encontrar las palabras y el enfoque para describirla y denunciarla. Algunos lo hacen señalando a los responsables, otros critican categorías culturales propias de nuestra sociedad. Los unos y los otros contribuyen para que se conozca una realidad que nos denigra. Los primeros, los que señalan a personas corruptas, cumplen una función indispensable e inmediata. Los segundos, al analizar posiciones sociales, denuncian formas de ser de las que todos somos parte: denunciantes, denunciados, analistas y ciudadanía. Las dos formas de la crítica son complementarias, quizá la segunda modalidad, la que analiza categorías, es más cercana a la posición que desarrolla esta columna, porque al censurar lo cultural, se asume formar parte de ello en el mérito y en la indignidad.

Las acciones buenas de la gente son innumerables. El esfuerzo de algunas autoridades al dar lo mejor de sí mismos en el drama de la tragedia; el trabajo virtuoso de servidores públicos que mantienen los servicios básicos; la labor apasionada de jóvenes médicos y de otros con experiencia –que no huyeron del contagio– y están en primera línea del combate a la enfermedad; el buen humor frente a la adversidad; el esfuerzo maduro y abnegado de estudiantes y profesores para entrar en lo virtual y continuar enseñando y aprendiendo; o, las madres que con su dedicación cuidan de los hogares y la salud emocional y biológica de sus familias. Los ejemplos son incontables y deben ser rescatados, como lo sostiene Bruce Horowitz el estadounidense, quien tiene razón cuando considera a este conjunto de comportamientos como ejemplos de honestidad criolla.

Quienes forman parte de esta forma de actuar pueden, desde el fortalecimiento de mecanismos que permitan resolver situaciones de corrupción, contribuir con el anhelado desarrollo de una sociedad que priorice los valores cívicos. La honestidad criolla es el potente lado positivo de nuestra cultura y puede ser el común denominador de nuestra comunidad, que inspirada por esa búsqueda colectiva generaría un perfil de ciudadano –aceptado por todos como necesario– que cultive la honradez y la rectitud en su actuar y se preserve, conscientemente, de las siempre presentes trampas de la corrupción. (O)