Las cuarentenas sirven únicamente para comprar tiempo y proteger al sistema de salud de un colapso conforme el gobierno y la sociedad se preparan para salir a enfrentar al virus. Pero como señaló el premio nobel de economía Angus Deaton, para “aquellos países más pobres el distanciamiento social es probable que remueva el sustento sin mejorar la salud”. Esto es, lo peor de ambos mundos.

El debate entre permanecer en la cuarentena o reabrir la economía lo más pronto posible con la mayor cantidad de medidas para proteger a los grupos más vulnerables y garantizar un ambiente seguro de trabajo para los que quieran salir a trabajar no es un dilema entre la salud y la economía. Quienes pedimos una reapertura no desestimamos la vida frente a los dólares. Eso es una burda caricaturización por parte del pensamiento único que sostiene que la única solución a la pandemia es la irreal cuarentena indefinida. Tampoco es cierto que si permaneciéramos cerrados, terminando de ahogar la economía, nadie morirá. La primera lección de economía es que los recursos son escasos y, por lo tanto, todo el costo de una cuarentena obligatoria, que puede ser más del 10 % del PIB, son recursos que podrían haber sido destinados a muchas otras iniciativas que incluso es probable que salven más vidas.

Durante la cuarentena se suponía que íbamos a fortalecer nuestra capacidad para combatir el virus, sobre el cual cada vez conocemos más. Han ido mejorando los tratamientos y ahora se intenta tratar a los pacientes ante los primeros síntomas, evitando que estos lleguen a necesitar ser hospitalizados. Eso es un desarrollo sumamente positivo que algunos doctores creen que ayudaría a que no vuelva a desbordarse el sistema de salud en Guayaquil durante la segunda ola del virus. No obstante, la posibilidad de realizar pruebas a nivel masivo y de manera frecuente, aunque ha mejorado, sigue siendo algo distante.

Permanecer encerrados nunca fue una alternativa para la mayoría de ecuatorianos que tienen que salir a trabajar diariamente para poder alimentar a sus familias. Los políticos no quieren tomar decisiones difíciles porque temen el costo electoral y suelen anteponer ese interés al criterio técnico/científico. Por eso, ponerlos a cargo de planificar y garantizar nuestra seguridad durante la reapertura no es lo óptimo.

Ya es hora de que los gobiernos dejen de jugar a ser los vigilantes del arresto domiciliario de los ciudadanos y pasen a asumir el rol de comunicadores acerca de los riesgos reales de la enfermedad y las alternativas eficaces de protección personal. Es hora de que los ciudadanos, las familias y las empresas asuman la responsabilidad que les corresponde en el cuidado de su persona, sus seres queridos y colegas de trabajo.

La mayoría de los negocios velarán por garantizar la seguridad de sus trabajadores y clientes. Las familias cuidarán a sus seres queridos en edad de mayor riesgo y con condiciones preexistentes. Los jóvenes trabajarán para cuidar a sus padres y/o abuelos durante el encierro de los segundos. Muchos establecimientos abrirán con aforo limitado, como ya se cumple en los supermercados. Todo esto ya está sucediendo, solo falta que el gobierno formalice esa realidad. (O)