Todavía no hay la certeza de haber atravesado el peor momento de la pandemia COVID-19, pero Guayaquil parece haberlo superado por ahora. Y el resto del país ha aprendido la lección, estando prevenido de cómo actuar ante el contagio.

Después del impacto psicológico y anímico, cabe plantearse retomar de forma progresiva las actividades económicas cerradas al 70 % debido a la emergencia. El COE apunta a hacerlo por sectores, debiendo procurar protocolos sanitarios rigurosos, pero de fácil instrumentación y al menor costo posible, considerando las graves pérdidas ocasionadas por la paralización.

Aquella metáfora de que después del primer tsunami del virus viene otro más grande del colapso económico, por la desaparición de empresas y decenas de miles de empleos, debe ponernos a todos en modo de reacción. Y va a suponer reformular paradigmas sobre los hábitos de la sociedad en muchos ámbitos: político, económico, social y cultural.

Se viene un futuro distinto al previsible con anterioridad y eso supone, más allá de la frustración y el dolor por las consecuencias penosas de la peste china, ir generando nuevos fundamentos para levantar al Ecuador de su virtual ruina. Algo así como convertirnos en una moderna ave fénix, que resurge con su aleteo de las cenizas para alzar renovado vuelo.

El Viernes Santo, el presidente Lenín Moreno hizo un llamado a un Gran Acuerdo Nacional, pero lo hizo de forma simultánea al anuncio de medidas económicas, que el Gobierno decidió unilateralmente, sin consulta. Es una idea que este y pasados regímenes han intentado para sortear momentáneas crisis, sin que jamás se hayan conseguido resultados concretos.

Aun así, el concepto bajo una circunstancia tan excepcional es más válido que nunca, aunque su promoción no le corresponde a la Administración, que ha perdido mucha credibilidad, sino a la sociedad civil a través de la academia, empresarios, trabajadores e Iglesia, que deberán concertar posiciones con quienes ejercen el poder y toman las decisiones que corresponden al interés común. Esta iniciativa viene siendo preparada y ojalá pueda rendir sus frutos en el periodo de transición que está por comenzar.

Un tema que está posicionado en la centralidad del debate es un tamaño del Estado que no lastre al conjunto de la economía, como ha venido sucediendo a manera de cáncer que hace metástasis. Mientras en México, en el día uno, el presidente López Obrador, que no es ángel de mi devoción, declaró que los ministerios reducirán el 30 % de su presupuesto; en Ecuador, Lenín se ha limitado a repetir que los empleados públicos no podrán continuar ganando lo mismo; sin duda, un compromiso mucho más débil y poco creíble.

En los considerandos del proyecto de Ley Humanitaria consta que entre 2006 y 2018 se quintuplicó el rol del sector público, que pasó de 2000 a 10 000 millones de dólares, habiéndose verificado una reducción de 500 millones con el último ajuste. Aun así, sigue siendo un agujero negro que consume con voracidad recursos económicos propios y ajenos.

La propuesta de imponer un nuevo impuesto a las empresas es un desatino en momentos que experimentan la asfixia de falta de liquidez por la paralización. Sobre la contribución personal, toca encajar el golpe, a pesar de su afectación sobre el consumo que necesita reactivarse.

En redes sociales, entretanto, bullen innumerables genios en epidemiología o economía, con sus verdades necias y sabihondas, que a su modo son también una pandemia menos peligrosa, felizmente, que la COVID-19. (O)