Estoy enclaustrado tratando de entender lo que pasa allá afuera.

Selectivamente, uno va hilvanando experiencias que ve o lee de otros para intentar darle forma a un relato que le ponga algo de sentido a este momento, pero no es fácil, porque en este lindo país hemos aprendido a la fuerza a desconfiar.

Desconfiamos de las cifras oficiales, de las agendas de las autoridades, de las intenciones de los que donan, de los opinólogos de redes sociales, de las medidas del Gobierno, y hasta del chico que nos trae el pedido a la casa. Todos hoy son una amenaza, porque nos pueden contagiar con la enfermedad del virus o con las ideas del virus.

Esa desconfianza nos ha empujado hacia un rincón, físico y simbólico, donde nos refugiamos del exterior, tratando de sobrevivir, cada uno a su manera, en un contexto de incertidumbre poco soportable.

Martín Caparrós plantea que hemos vuelto a ser lo que fuimos hace muchos milenios, lo que somos en los momentos más extremos: unidades mínimas de supervivencia, individuos intentando subsistir, cada uno por su propio bien, amenazado por los otros.

Sin embargo, esa sobrevivencia no es tan simple, por más Netflix, webinars, Tik Tok y otros opios que se consuman para alejar la cabeza de la realidad, hay un momento en que nos enfrentamos a esta epidemia de tristeza, a historias desgarradoras de pérdidas humanas y sus penosas circunstancias.

Luego, por la noche, aparecen los fantasmas poscuarentena ahuyentando el sueño. ¿Y después, qué? Una vez que baje la curva de contagios y volvamos a la calle, que se acabe este pequeño oasis de buena voluntad y despierten los depredadores. Cuando tengamos que ponernos al día con el pago de servicios, colegios, tarjetas, deudas y créditos, y pagar más impuestos.

Muchos negocios que dependen de la presencialidad están colapsando y no se ve un camino claro para la recuperación.

En mi columna anterior proponía atender una crisis a la vez, primero la de la salud, pero ya han pasado los días y no sabemos cuánto más se podrá resistir en estas condiciones.

Fernando Savater dijo recientemente en una entrevista: Un país arruinado no es mejor para la salud que un país con una epidemia.

Tratando de ser optimista, podría rescatar que esta pandemia nos regaló una pausa, para ver al menos dónde estamos, para volver a valorar cosas simples que antes dejábamos pasar, para darnos cuenta de que no son necesarias tantas reuniones de trabajo y que la tecnología también puede ayudar a reencontrarnos.

Difícilmente volveremos a la normalidad como la conocíamos, aunque no creo que se generen cuestionamientos globales trascendentales, asumo que esta experiencia nos debería cambiar, no sé con certeza en qué ni cómo, pero deberíamos aprender, y aprender es cambiar.

Eso me recuerda un fragmento del libro Kafka en la orilla, del japonés Haruki Murakami: “Y una vez que la tormenta termine, no recordarás cómo lo lograste, cómo sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Aunque una cosa sí es segura, cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella”. (O)