Celebramos la mayor fiesta del catolicismo, la Pascua de Resurrección. La creencia en la resurrección de la carne, de un modo real y concreto, no simbólico, marca uno de esos linderos allende los cuales podemos decirle a quien lo niegue o mediatice “respeto lo que dices, pero estás fuera del catolicismo”. Más acá podemos discutir muchas cosas, incluso algunas consideradas intocables y sublimes por la ortodoxia, pero esta es de aquellas certezas que nos constituyen esencialmente como católicos y su integridad no es negociable.

Esta no es una cuestión especulativa. La fe en este destino tiene enormes consecuencias en la vida ordinaria, incluso, y no podía ser de otra manera, en las realidades sociales. Solo la creencia vivenciada en la resurrección otorga sentido a la fatalidad ominosa de la muerte, si no se convierte en incidente anodino, en mero azar biológico. Una sociedad sin confianza en una vida perdurable, que pretende escapar de la abrumadora evidencia de una desaparición definitiva no pensando en ella, necesariamente tendrá una idea morbosa y patológica del agotamiento de la vida orgánica, que la espantará y no sabrá enfrentarse a ella con la serenidad, la esperanza y la entereza del creyente. Los miedos modernos y posmodernos hicieron de la muerte un tabú. Es lo que no se nombra y se oculta vergonzantemente. Hasta el siglo XIX, el gran tabú era el sexo, pero durante la vigésima centuria este secreto se fue desvaneciendo, lo sexual será exhibido hasta perder encanto e interés. A la muerte, esa realidad incómoda que no alcanzan a entender las masas descreídas, es mejor taparla y no pensar en ella. Si alguien intenta una conversación pálidamente relacionada, se le silencia y se le aconseja que “no tenga mentalidad fúnebre”.

La Pascua original, la judía, celebra a la cuenta que la comunidad hebrea es librada de una epidemia que mataba a los niños egipcios. Como ahora, ante una pandemia que, en cambio, quiere llevarse a los ancianos y enfermos, el creyente celebra su cena, listo para el viaje, mientras se pone en evidencia la cobardía contemporánea incapaz de dar la cara en el llamado “momento supremo”. Todos pierden la compostura y los poderosos ensayan toda clase de métodos para frenar este visitante repentino, que hasta hoy parece reírse de sus vanidades. No hemos aprendido a morir, a bien morir como se decía antes, “ceñidos, calzados y con cayado en la mano”. Todo esfuerzo parece encaminado por ahora a no pasar por ese trance inevitable, alargando la vida de cualquier forma. En todas las actividades humanas, como la política, los deportes, algunas artes, el “retirarse a tiempo” es bien visto y celebrado. Quien sabe hacerlo conserva la gloria de sus hechos y da paso a nuevas versiones. Así debería hacerse con la más importante “actividad” humana: vivir. No se trata de buscar atajos para salidas prematuras, sino de hacerlo de tal manera que el cruce del umbral definitivo no sea ni un espanto postergado indefinidamente ni una sorpresa inoportuna, sino el final exitoso y lúcido de un proceso concienciado. (O)