Ningún país en el mundo estuvo preparado para enfrentar la pandemia del coronavirus. Incluso en las grandes potencias colapsaron los servicios médicos, causando incertidumbre y desconcierto en la población. Este virus tarde o temprano llegaría al Ecuador –como en efecto lo hizo– y ahora no tiene importancia discutir quién lo trajo, si vino en barco o en avión, por dónde entró, etc. Lo penoso y escalofriante son las consecuencias: los hospitales no se abastecen, las funerarias tampoco, personas muertas en la vía pública, mucha gente que no tiene qué comer, desesperación por conseguir alimentos, etc. Pero dentro de este panorama doloroso, no han faltado los que quieren aprovecharse de las circunstancias para cuestionar a las autoridades, incluso con insultos y vulgaridad. Ahora cualquiera se cree con derecho a amenazar en redes sociales hasta al presidente de la República. Son los mismos que callaron cuando en Manabí murieron como 700 personas por el terremoto del 2016 y luego se farrearon los recursos de la reconstrucción. Tampoco han faltado los regionalistas que –sin querer queriendo– quieren echarle la culpa a Guayaquil o a la gente de Samborondón de la propagación del virus. No hay duda de que las crisis sacan lo mejor y lo peor de las personas; pero si no podemos ayudar, no nos dediquemos a criticar.
Manteniendo las distancias, Guayaquil es para el Ecuador, lo que Nueva York es para los Estados Unidos de América. Es el principal puerto de entrada desde la época de la colonia y la ciudad con mayor aglomeración urbana del Ecuador. En Guayaquil confluyen emigrantes de todas las regiones del país y del mundo. De hecho, mi padre no nació en Ecuador, pero soy bien guayaquileño y todos somos producto de algún mestizaje. Los guayaquileños puros no existen, pero sí los guayaquileños auténticos, como los madera de guerrero, entre los que me incluyo. No porque seamos partidarios de la agrupación política que se arrogó dicho nombre, sino porque lo recibimos directamente de Carlos Rubira Infante, a ritmo de pasacalle, hace como 80 años, quien fue lapidario cuando dijo ‘no mezclar civismo y política’ en una entrevista con EL UNIVERSO poco antes de su muerte. Es como si al alcalde Yunda se le ocurriera formar un movimiento político y llamarlo El Chulla Quiteño, pero en Quito no lo han de permitir.
Dentro de esta guerra a muerte contra el COVID-19, hay que resaltar el trabajo del vicepresidente de la República y de la señora ministra de Gobierno, pues sin ellos a Lenín lo hubieran crucificado los fariseos. En cambio, nuestra alcaldesa se excedió en sus funciones y Herodes a gritos pide su cabeza. Antes deberían descabezar al sanedrín de funcionarios municipales que hacen quedar mal a su administración.
Cuando pase este calvario, habrá tiempo para elogiar a nuestros soldados o para sancionar a los gentiles. Al final de todo, otro ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. (O)
Carlos Luis Hernández Bravo,
ingeniero civil, Samborondón