Los nacidos en 1935 cumplimos 85 años en 2020. Somos la golosina preferida del coronavirus, que algo debe tener en contra de los viejos. Se ha propuesto darnos de baja. Veremos al final de este tour macabro si el virus cumplió con su propósito. Creo que no lo hará, por una sencilla razón: los viejos fuimos criados con viejos moldes, aprendimos tempranamente a obedecer, a seguir las decisiones de las autoridades, a pensar en la familia, a resistir la fatiga. Los viejos, en este rato, estamos rindiendo un examen satisfactorio, hacemos lo que debemos hacer alejados de caprichos veleidosos.

La semana anterior expuse en esta columna que “no estamos preparados para recibir órdenes y cumplirlas. Nos encanta reírnos de todo y de todos… Menospreciamos los peligros, somos osados, temerarios, arbitrarios. Pero ‘no hay mal que por bien no venga’, la vida nos coloca ahora frente a un acontecimiento no deseado, peor planificado, que bien puede servirnos para repensar comportamientos, extremar cuidados y autodisciplinarnos…”. Parece que olvidamos que la libertad no está reñida con la sensatez, prudencia y respeto al prójimo… Necesitamos pensar en los demás. Esta es la llave que nos acerca a una posible solución. Al final de esta pesadilla, real y lacerante, sabremos a ciencia cierta si aprendimos o no la lección. Soy optimista al respecto. Aprenderemos, con certeza, ‘la letra con sangre entra’. ¡Cuánto permanezcan en nosotros los efectos benéficos de ese aprendizaje, es otro cantar! Somos reincidentes, por herencia.

Acerca del COVID-19 se ha escrito demasiado y cada día recibimos nuevos intentos de interpretación de su génesis. No es para menos porque lo que en realidad sucede rebasa toda expectativa. Pienso que décadas atrás, henchidos de orgullo y proclives a la prepotencia, los humanos iniciamos un encapsulamiento egocéntrico rodeado de riesgos atrevidos e impredecibles. Nos creímos seres únicos, insuperables. Habíamos alcanzado lo inimaginable. El mundo y su futuro estaban en nuestras manos. ¿Lo estaba en realidad? Cuando apenas habíamos comenzado a jugar a ser dioses, trastorna nuestros sueños y nuestros planes un simple virus, minúsculo y letal, que pone de rodillas a la humanidad, no por unas horas o unos días, no sabemos con certeza hasta cuándo.

La finitud y la impotencia, cuando las conocemos y reconocemos, se convierten en aliadas: su presencia nos ubica, son esenciales para entender nuestro deambular. Nos toca descubrir o ratificar certezas. No somos seres intangibles, no somos ángeles ni demonios. Somos, por suerte, humanos. Necesitamos anclarnos, conocer límites y horizontes. Esta vez nos obligan las circunstancias a tocar tierra, a palparla, a reconocerla, a sentirla. Estamos ratificando que los sueños ‘sueños son’. Somos seres sabedores de que del polvo salimos y que al polvo retornaremos. Nuestra mente, ‘la loca de casa’, es la nave que no limita espacios ni tiempos, pero jamás olvida su cuna y su historia.

Uno de mis maestros solía decirme, en momentos cruciales: ánimo, valor y miedo. Ánimo: siempre positivos, alegres, llenos de esperanza. Valor: con fuerza suficiente para sobrellevar aquello que nubla nuestros horizontes. Y con miedo de cometer torpezas. Pues ánimo, valor y miedo, amables lectores de EL UNIVERSO. (O)