Hay quienes no necesitan ser contagiados por el virus para ser víctimas de la pandemia. Son las personas que, teniendo un grado de responsabilidad frente a ella, actúan como que no existiera o hacen lo contrario a lo que les corresponde en esas circunstancias. Los más visibles son, por supuesto, los mandatarios. Sin diferencias de colores, hay varios que minimizan la magnitud de la amenaza y postergan o simplemente no adoptan las medidas necesarias. El más visible de ellos es el inefable Trump, que hizo gala, una vez más, de esa mezcla tóxica que resulta de la ignorancia y el cinismo. En febrero, cuando la Organización Mundial de la Salud ya alertaba sobre la necesidad de tomar medidas, reducía la situación al caso de una persona que había llegado de China. Así continuó hasta los primeros días de marzo, en que debió aceptar la realidad, pero lo hizo en su estilo. Sostuvo que nadie había escuchado algo sobre esto. Obviamente, si él se había negado a escuchar, nadie podía haberlo hecho, de modo que el tema no existía hasta ese momento. Felizmente para la población norteamericana, es un país federal en el que los estados que lo conforman pueden tomar sus propias medidas, como en efecto lo hicieron algunos.
Otro de ese grupo fue el brasileño Bolsonaro, que negó el peligro y se fue en contra de las indicaciones de su propio ministro de Sanidad que había establecido normas que restringían los eventos y reuniones masivas. Ofuscado por el desplome en las encuestas y por las críticas a su evidente incapacidad, convocó a una manifestación de respaldo, en la que participó directamente. Su gobierno sigue siendo uno de los pocos de América Latina que no han tomado medidas drásticas, a pesar de que la epidemia ya llegó hasta el gabinete ministerial. Son inimaginables las consecuencias potenciales en un país con altos niveles de pobreza y múltiples megaconcentraciones urbanas. Por ello, ya hay rumores de un posible juicio político como forma de evitar el desastre.
En similar posición, aunque desde la antípoda ideológica, se colocó el mexicano López Obrador. Aunque la baja de su aceptación es mínima y no debería preocuparle, él no desperdicia una sola oportunidad para cultivarla con los baños de masas. Los abrazos y besos sustituyen a las palabras y sepultan cualquier medida preventiva que pudieran tomar las autoridades sanitarias. Sí, esas autoridades, porque él ha asegurado que no las va a tomar mientras esté protegido por la coraza de la honestidad y por el escudo de los detentes que exhibe en su prédica mañanera. No es dato menor que México y Brasil concentran el 52 % de la población latinoamericana.
Otro grupo es el de las personas que, por el afán de demostrar preocupación y acción, se dejan manejar por la desesperación. A este se integró la alcaldesa de Guayaquil con su iracunda e impensada invasión al aeropuerto. Todo el país supone –y así lo espera– que se recuperará del virus epidémico. Pero los efectos del virus político son de pronóstico reservado.
(O)