El célebre pensador romano Séneca expresó que “nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”, frase que trascendió dentro del léxico jurídico popular para convertirse en la hoy conocida frase “justicia que tarda no es justicia”. Independientemente de cuál de las dos versiones se prefiera, lo cierto es que la realidad detrás de esta cita lamentablemente se ajusta demasiado bien a nuestra realidad ecuatoriana y a nuestro frustrantemente lento sistema de justicia.

De todas las funciones fundamentales del Estado, la rama judicial es paradójicamente una de las más importantes, pero una de las más ignoradas en nuestro discurso político. A nuestra casta de demagogos le fascina repetir ad nauseam las ya cansinas (y frecuentemente incumplidas) promesas de más empleos, más viviendas y menos impuestos, pero es muy raro escuchar propuestas serias respecto a qué hacer con la exasperante lentitud que se vive en nuestros tribunales.

La justicia no es un lujo para pocos, sino que es la necesidad y derecho de muchos. Sea por un divorcio difícil, un contrato incumplido o un despido injusto, una buena parte de la ciudadanía tarde o temprano tocará la puerta a los tribunales buscando defender sus derechos. Ellos, sin embargo, se encontrarán con audiencias postergadas, expedientes extraviados, recusaciones infundadas y otros incidentes que en su conjunto hacen que procesos que deberían resolverse en pocas semanas se dilaten por meses o incluso años. Todos los que trabajamos en ese sector podemos dar testimonio de ello. Los retrasos en la justicia no solo son una aberración moral, sino que violentan nuestro orden constitucional. Ya en 1791 la Sexta Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos definió el derecho a un proceso ágil como un derecho fundamental, idea que está enmarcada en otros sistemas constitucionales como el nuestro dentro del concepto de tutela judicial efectiva.

Lo cierto es que nuestros juzgados se hallan colapsados: muy pocos jueces y muchos de ellos con una preparación deficiente. El daño causado al pueblo ecuatoriano es incalculable, no solo desde un punto de vista económico, sino porque esta desesperante lentitud genera sospechas y desconfianza en el sistema, aparentemente confirmando el temor de que la justicia en el Ecuador solo les pertenece a aquellos corruptos que puedan comprarla. Así, una administración de justicia ineficiente y lenta destruye las mismísimas bases de la legitimidad del Estado, quebranta la confianza en el orden democrático y socava la pacífica convivencia de la ciudadanía.

Las soluciones típicas de acortar los plazos legales o endurecer las sanciones por retrasos no solo se han intentado ya incontables veces, sino que simplemente son incapaces de resolver el problema estructural de fondo. Pese a que está de moda exigir que se reduzca el número y los salarios de los funcionarios públicos, lo cierto es que lo opuesto debe ocurrir en nuestras cortes. El número de jueces debería, por lo menos, duplicarse. Igualmente, mejores incentivos, incluyendo mejores salarios, son necesarios para atraer a las personas más preparadas a esas posiciones. ¿De qué otro modo se puede convencer a los mejores profesionales de abandonar su ejercicio privado?

Justicia que tarda no es justicia. (O)