Una de las brillantes ideas del Ph. D. que reinó durante diez años era que la educación de postgrado no debía recibir recursos del presupuesto estatal. Con su incontrastable lógica, sostenía que a ese nivel llegan solamente los pelucones, esos que pueden pagarse sus estudios o los de sus hijos acá o en cualquier parte del mundo. Lo decía ese señor que hizo sus dos postgrados en universidades del extranjero, pero nunca se dio el trabajo de averiguar de dónde salían los recursos para sostener la planta de profesores, el aparato administrativo, las bibliotecas, los equipos técnicos y todo lo que requiere la formación en maestría y doctorado. Ni siquiera se preguntó de dónde venían las becas que él personalmente recibió. Alguien dijo, refiriéndose al desconocimiento que este personaje tenía del sistema político europeo, que cuando vivió allá nunca leyó los periódicos, pero parece que fue peor que eso. Nunca se preguntó por la realidad inmediata, la que vivía en carne propia.

Si se hubiera puesto a indagar para poder opinar con bases firmes, habría comprobado que los postgrados pueden sostenerse únicamente por el pago por parte de los estudiantes de pregrado, por el aporte de la empresa privada (el endowment norteamericano) o por recursos públicos (la única excepción son las maestrías de negocios, que esas sí se ajustan al prejuicio que alimentaba su afirmación). Por tanto, cuando hay universidades que únicamente ofrecen postgrados, que no cuentan con la base económica que viene de los estudiantes de licenciatura, y no hay empresas privadas o donantes generosos, indefectiblemente deben recibir una parte de sus recursos del presupuesto estatal. La posibilidad de autogestión es limitada, especialmente si se pretende, como lo hacen las universidades nacionales de ese nivel de enseñanza, que una alta proporción de sus estudiantes tengan becas.

Cuando parecía que esas ideas se habían ido junto con su autor, ahora renacen de la manera más cruda, con la reducción de los aportes estatales a las tres universidades de postgrado del país. La Universidad Andina Simón Bolívar (UASB), la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y el Instituto de Altos Estudios Nacionales (IAEN) recibieron el año con la noticia de la reducción de su participación en el Fondo Permanente de Desarrollo Universitario y Politécnico (Fopedeupo). Es una disminución que llega hasta el 35 % de lo que venían recibiendo, y que no guarda relación con la rebaja global de ese fondo, que fue de alrededor del 10 %. La pérdida de un tercio del aporte estatal impactará negativamente en la oferta de becas, en las actividades de investigación y en general en las perspectivas de desarrollo de esas universidades de prestigio internacional.

Sería un absurdo que se justificara esta acción con la prioridad que se debe dar a la educación básica y secundaria. Es un argumento que ya lo utilizó el gobierno anterior y que no considera para nada la importancia de la formación de alto nivel en el mundo actual. Cerrar esa posibilidad para los grupos menos favorecidos es optar por la educación como un negocio.

(O)