Desde el 4 de diciembre, cuando se presentó en la FIL-Guadalajara, la novela El amante polaco de la escritora francesa-mexicana Elena Poniatowska movilizó los hilos de mucho más que el mundo literario. Este, su cuadragésimo cuarto título (haciendo la lista según Google) que corrobora su amplia trayectoria de periodista y narradora, ostenta ese estilo de enormes ondas históricas, que ingresa en picada en las psiquis de sus personajes para salir de un brinco humorístico, que ya le conocemos. Elegir seguir leyéndola es confirmar que tiene algo nuevo que contar en medio de unas formas narrativas que le son propias. De ella. De eso maleable que es cierta “mexicanidad”.
Carlos Fuentes era quien le decía “la Poni, la única escritora mexicana que puede firmar como princesa” aludiendo a sus orígenes polacos, cuya ascendencia se remonta al siglo XVIII, cuando Stanislaw Poniatowski gobernó el reino sármata. Nacida en París y afincada en México desde los cinco años, Elena opta por las letras desde un asendereado periodismo tempranero hasta que desde Lilus Kikus (1954) su primer libro de ficción en forma de cuentos, opta por escribir indeclinablemente hasta llegar a edad venerable –hoy tiene 87 años– en pleno ejercicio, tras ganar el galardón más preciado de la lengua española, el Premio Cervantes, en 2013.
Vale interrogarse sobre las motivaciones de El amante polaco, novela doblemente biográfica, que en cada capítulo avanza por doble camino: el del famoso antepasado, formándose para rey en medio del trajín europeo de su tiempo, como hombre culto, ducho en la diplomacia y enredado entre los brazos de la duquesa germana que luego sería Catalina II o La Grande, de Rusia, y la desgranada vida de la francesita que fue creciendo en estrecho vínculo con su tierra de acogida, pero siempre en nivel privilegiado de educación y roce.
A veces, lo que podría ser un paralelismo decae porque mientras los capítulos contienen abundante recreación del pasado remoto, apenas ganan unas páginas para el tiempo de Elena: qué leía, cómo la trataban en el internado de monjas. A partir del capítulo 17 aparece la figura del Maestro, así, sin nombre propio, la del conductor de una aprendiza de escritora, que ascendía a una buhardilla para recibir clases.
Con delicadeza, con líneas figuradas y líricas el lector imagina, más que entiende, la seducción y el asalto: al hombre emblemático, al escritor reconocido se le distorsiona el rostro, “es una calavera de José Guadalupe”, el ascenso a la azotea le ha “dado una bofetada” a la joven. “¿Es esto el amor?”, se pregunta, ya a solas, atormentada por una experiencia que la tomó desprevenida. Desde ese momento, el vértigo: el viaje a Europa, el esconderse, el parir a solas, la decisión familiar que casi le arranca al hijo de los brazos, el regreso para recuperar al niño y asumirse como madre soltera.
La novela termina cuando la vida de Elena ya es una elección clara y su niño lleva sus apellidos. Todo lo demás hay que reconstruirlo por la prensa, por el alud de entrevistas que le cayeron encima rastreando nombres, fechas, decisiones. Han transcurrido 63 años desde los hechos. La escritora se suma a la cantidad de mujeres que develan su pasado para poner un alto a los comportamientos de abuso, normativizados por las costumbres. (O)