El pueblo se toma las calles en una Latinoamérica convulsa por inequidades sociales. Gobiernos naufragan entre neoliberalismos resistidos y socialismos desprestigiados. Existe una crisis de credibilidad transversal de ciudadanos defraudados por una clase política incapaz de garantizar bienestar. Emergen el hambre, la rabia, la violencia y represión, piezas de los procesos de descomposición social. Víctor Hugo, en Los miserables, plasma la Francia del siglo XIX; ese pan tomado “ilegalmente” por un Valjean arrinconado por una sociedad asegurándole miseria. Un implacable inspector Javert persiguiendo el acto “criminal”, “vandálico” del Valjean-pueblo, ese mismo que sacudió París hace un año por el alza de los combustibles, obligando al presidente Emmanuel Macron a retirar la medida.

La eliminación del subsidio a los combustibles activó la protesta en Ecuador encabezada por los indígenas, lo que generó violencia y represión. La región estalló meses atrás, con Haití exigiendo la salida del presidente Jovenel Moise por descontento social. Perú atrapado entre depuración institucional, pugna de poderes, molestia popular. Brasil con Jair Bolsonaro en conflictos socioeconómicos, ambientales, problemas de seguridad ciudadana. Mauricio Macri fracasa como “salvador” de una Argentina que reelige a quienes echó hace cuatro años. Sebastián Piñera declara estado de guerra contra un Chile que exige cambios profundos y su salida, desatando despiadada represión. En Bolivia, un renunciado Evo Morales llama a sus adherentes a luchar contra un golpe de Estado; sus opositores reprimen cruelmente. Iván Duque enfrenta una huelga nacional por inconformidad con las políticas económicas en Colombia. Nicolás Maduro resiste embestidas respaldado por las Fuerzas Armadas.

Los estallidos son causados por malos manejos políticos, corrupción, abuso de poder, recetas antipopulares. Muchos se sienten desvalidos, sin seguridad social, trabajo digno, sueldo justo para afrontar sus responsabilidades. Los resultados saltan a la vista. Iglesias arden, se asaltan instituciones, se esgrimen biblias para exorcizar lo “indio”, “satánico”, de una América Latina de venas galeanas más abiertas y ojos sangrantes. El daño al patrimonio y la propiedad es criticable; pero es más repudiable la cantidad de muertos, mutilados, abusados, desaparecidos. Ojalá surjan válvulas de descompresión para esa olla, que pare la violencia, permita el diálogo entre pueblo y autoridades, y condene a los culpables de tantos crímenes.

Ciertos líderes indígenas ecuatorianos amenazan “ortigar al poder”; los militares anuncian plan “contrainsurgente”; mientras en países vecinos se sigue masacrando. Debemos sacar lecciones de cómo no resolver descontentos sociales. Gobiernos proactivos y oposiciones dialogantes fortalecen la democracia, previenen la violenta inequidad y evitan blandir sables contra su pueblo. Esperemos que la pesadilla regional termine y que cada país encuentre soluciones racionales a sus problemáticas. (O)