A inicios de octubre, cuando me llegaron los primeros mensajes de las revueltas en Ecuador a raíz de las medidas económicas del presidente Moreno, yo estaba de viaje en Canadá. Fue un bombardeo en realidad: disparaban Twitter, Facebook, WhatsApp, Instagram, y los correos electrónicos. Hemos querido disponer de tanta información asequible que ahora se desborda en nuestras propias manos, incluso lo que parece información, noticias falsas o simples ataques de histeria que las redes potencian con cierto infantilismo. No faltó algún mensaje que me preguntaba si había sido una buena decisión la mía de trasladarme de Barcelona a Ecuador. Ante ese apabullamiento mediático, me alejo de las redes. Y es cuando de manera intencional prefiero no opinar de la actualidad. Me gusta esperar, aunque sea mal visto en este mundo excesivamente apresurado. Más bien tengo muy presente una de las reflexiones de Kafka:
“No es necesario que salgas de casa. Quédate junto a tu mesa y escucha atentamente. No escuches siquiera, espera sólo. El mundo se te ofrecerá para que le quites la máscara, no tendrá más remedio, extático se retorcerá ante ti”.
Así que aproveché para caminar por las calles de Ottawa, cruzando de un lado a otro del río de esa capital bicéfala, angloparlante en una orilla y francófona por el lado de Gatineau. Por supuesto, la frontera es imprecisa. Identidad de frontera, que decía Magris sobre la también bicéfala Trieste. En el lado angloparlante encontré nutridas librerías de lengua francesa, y en el lado francófono el inglés seguía campante. Tenía presente que en España estaban por dar la sentencia en el juicio sobre el Procés a varios políticos catalanes que fueron responsables del simulacro de referéndum del 1 de octubre de 2017, y que eso amenazaba con posibles reacciones nacionalistas en Cataluña. Pero de eso también quería olvidarme. Más bien observaba la tranquilidad de Ottawa, sus inmensas avenidas, los apacibles movimientos de su gente, esa vistosa multiculturalidad –hablé con italianos, conversé con un taxista palestino, un crítico de arte belga y una mesera chilena– y busqué las novelas de un escritor canadiense, Hubert Aquin, de quien me había hablado con entusiasmo un amigo inglés algunos años atrás. Conseguí varias, e incluso algunas en primeras ediciones. Allí me enteré de que Aquin militó un tiempo en el movimiento independentista canadiense. El pasado de un autor, su inmoralismo o su virtud, no me impide entrar en su obra literaria cuando salta a la vista, revisando algunas de sus páginas, que su talento va más allá de él mismo. Pero era un recordatorio: Canadá tampoco está exenta de la locura. Ya se han dado señales de exigencias de los movimientos independentistas, de pruebas culturales para los emigrantes, del retiro del famoso saludo bilingüe: bonjour-hi. Quizá la amplitud de las calles de Ottawa, sumado a su carácter de ciudad burocrática, también le daba un aire afantasmado. En cualquier caso poblado por mis propios fantasmas. Imaginé lo que ocurriría si Ottawa cayera en una crisis económica como la de Barcelona en el 2008. Se convertiría en el ring perfecto para las perversiones ideológicas. Un líder de Québec, obligado a tomar medidas de austeridad económica, acorralado ante la impopularidad, incurriría en esa cobardía política de echarle la culpa a otro, tal como hizo en Barcelona el advenedizo Artur Mas, verdadero instigador de un nacionalismo sacado de las tumbas ideológicas. Recuerdo ahora las aburridas calles de Ottawa y las imagino como escenarios de batallas campales, tal como las de Barcelona, donde viví veinte años, y Quito, donde me instalé el año pasado. Aunque son fenómenos completamente distintos, pero de una misma e irracional violencia.
Nadie, ningún país, ninguna comunidad, está exenta de la locura exacerbada de las masas mal lideradas abocadas a destrozar su ciudad. Y digo mal lideradas no solo por la corrupción atroz –que los destrozos en Barcelona los hayan hecho anarquistas para finalmente defender a partidos de derecha enquistados en la autonomía catalana es una de las paradojas que demuestra la perversidad política y su manipulación–, sino por la falta de capacidad de diálogo, de consenso, de defensa del Estado de derecho, casi siempre resumido en una finalidad de corte electoralista, o por esa otra perversión de intelectuales que simplifican con ortodoxia y victimismo (y memes apresurados) todo acontecimiento histórico o social para posicionarse en él por una aguda mala conciencia o simple vanidad de protagonismo mediático, inventándose un enemigo para justificar las propias frustraciones y carencias, donde la frivolidad y conveniencia consiste en tomarse selfies en escenarios de conflicto en vez de trabajar en silencio. Y de eso se trata, de la prisa de las imposturas, de la expectativa mesiánica por una redención, con líderes menguantes que parecen parodias. Torra no condenó la violencia independentista desde el primer minuto, y eso llevó al delirio de Elisenda Paluzie de justificar la violencia porque hace visible internacionalmente el conflicto catalán. Pero lo único que hace visible son las mentiras, la demagogia victimista y la sociopatía nacionalista, a las que líderes e intelectuales irresponsables pueden abocar a una sociedad cuando insuflan ideas de desunión –llámense nación, comunidades, federalismo, autonomía– para nuevas banderas que a fin de cuentas solo cubren intereses particulares y partidistas. Ecuador está pasando por graves momentos de crisis, pero es una crisis más real y muy diferente a esos fantasmones del nacionalismo en una sociedad como la catalana, que lo ha tenido todo y que lo están echando a perder hace rato. Porque el nacionalismo siempre va a peor.
Me queda por descubrir lo que pensó Hubert Aquin en sus novelas. En ellas me voy a sumergir para seguir tomando distancia, quizá porque eso hay que hacer cuando muchos se pretenden el centro de la historia y los portadores de la verdad. El novelista siempre llega tarde. Tiene que llegar tarde. No es un héroe ni pretende serlo, y no enarbola la verdad. De esto sabía Kierkegaard en Temor y temblor. Pero esta ya es otra historia y otra lectura. (O)