En la literatura existen muertos que se comportan de maneras muy diferentes. Tenemos al notario Ciappelletto que, ya fallecido, adquiere una notoriedad inusitada que contradice la vida que llevaba. Mientras vive, levanta falsos testimonios con documentos falsos y hasta en los juramentos miente sin vergüenza. Goza al provocar desavenencias entre parientes y amigos y más orgulloso está mientras mayor mal hace. Él mismo comete homicidios por encargo. Nunca va a la iglesia y es un habitúe de tabernas y lugares deshonestos. Enfermo, y viéndose ya en el lecho de la muerte, pide que un cura lo confiese.
Ciappelletto miente descaradamente en la confesión, en la que afirma que se confiesa una vez por semana y que su respuesta a la lujuria ha sido mantenerse virgen. Dice que ayuna a pan y agua tres días a la semana. Señala que de todo lo ganado ha dado la mitad a los pobres. Cuando fallece, el fraile cree hallarse ante el hombre más bueno del mundo y considera santo –San Ciappelletto– a quien fue malvado. Giovanni Boccaccio narra este episodio en el Decamerón (mediados del siglo XIV). En cambio, el narrador de la novela Memorias póstumas de Bras Cubas (1880), del brasileño Machado de Assis, es uno que escribe una “obra de finado”.
“Yo no soy propiamente un autor difunto, sino un difunto autor, para quien la losa sepulcral ha sido otra cuna”, dice. Desde ultratumba, Cubas relata sus peripecias vitales y cómo quiso inventar un emplasto antihipocondriaco destinado a aliviar la melancolía de los humanos. Esta novela experimental y divertida produce la ilusión de que los muertos siguen interviniendo entre los vivos hasta el extremo de que un finado publica una novela. Y nada más útil para resolver un crimen que la propia relación de quien ha sido asesinado, como sucede en el cuento En la maleza (1922), del escritor japonés Ryunosuke Akutagawa.
Por boca de una médium, el magistrado recoge el testimonio del espíritu del muerto y las precisas causas y razones de quien lo ha apuñalado. Los personajes de la novela Pedro Páramo (1955), del mexicano Juan Rulfo, parecen habitar un espacio en el que la gente muerta se relaciona en persona con los vivos. Juan Preciado deambula por Comala y escucha rumores que nos llevan a descubrir que los muertos pueden hablar con los vivos e incluso entre ellos en sus tumbas. “¿No están ustedes muertos?”, espeta Juan a una pareja, hombre y mujer, que encuentra en una casa derruida. “Nosotros ya estábamos dormidos”, responden.
Otro personaje sorprende a Juan: “Ahora que estoy muerta me he dado tiempo para pensar y enterarme de todo”. En estos ejemplos la muerte es vista como un estado productivo y activo. El poema Edú y la muerte (1972), del guayaquileño Rafael Díaz Ycaza, es una pequeña obra maestra que escenifica cómo, con astucia y buen humor, Edú escapa de la Zambita a la hora de su muerte, a quien confunde con tragos de aguardiente, meneítos y otras argucias: “Y él se fue de parranda/ cuando la muerte se quedó muriendo”. En narraciones y poemas unos muertos que no estaban muertos estaban cada cual en su parranda.
(O)