Cuando su margen de acción podía medirse en milímetros, el Gobierno logró que los dirigentes indígenas aceptaran dialogar. Si ese llamado hubiera fracasado, como sucedía hasta ese momento, habría tenido que escoger entre la represión o la renuncia. El diálogo, mal llamado así porque fue la imposición absoluta de las demandas de los manifestantes, era la única medida al alcance para frenar el caos y evitar el golpe de Estado. Hacerlo con transmisión directa por radio y televisión –una condición de los dirigentes para sentarse a hablar– era una hábil maniobra para evitar el tratamiento detenido y en profundidad que requieren los temas vinculados a la eliminación del subsidio. A ellos les convenía reducir el problema a un solo punto para presentarlo como un triunfo ante sus bases. No les importaba si con eso y con la ausencia de propuestas alternativas derrumbaban toda una política económica. El gobierno, en su debilidad y frente a la evidencia del golpe, estaba obligado a aceptar.

Pero el diálogo, el verdadero diálogo, en el que se deben contraponer propuestas de lado y lado sobre los asuntos de fondo, recién debía comenzar al día siguiente. Ahí, sin cámaras de televisión, sin caras pintadas para la guerra y sin violencia, había que abordar el conjunto de medidas necesarias para obtener los recursos que se iban a conseguir con la eliminación del subsidio. El lunes, con la mediación de la Conferencia Episcopal y Naciones Unidas se instaló, y constituyó un gran paso. Pero, se conoce que, aduciendo que se trata de temas técnicos, los dirigentes indígenas fueron abandonando sus sillas. Dejaron a personas sin capacidad de decisión, de modo que ningún acuerdo tendrá carácter vinculante para las organizaciones. Los expertos en negociación de conflictos saben que esa es una eficiente manera de mantener la espada colgada sobre la cabeza del contertulio (más aún si a este se lo considera enemigo, como fue en esta ocasión). También es una artimaña para no comprometerse y poder presentarse ante sus seguidores con una imagen angelical cuando se apliquen las medidas que salgan de esas mesas. En términos criollos, pura y simple irresponsabilidad.

Lo más probable es que el diálogo fracase. Puede irse extinguiendo de a poco o puede terminarse por el retiro abrupto de los indígenas y sus técnicos (o ventrílocuos, como diría un conocido antropólogo). Para evitarlo, debería aumentarse el número de sectores sociales participantes de manera que la salida de uno no deje coja la mesa. Pero, aun con esa medida las consecuencias del abandono indígena serían muy graves por el grado de radicalización de sus dirigentes y de parte de las bases. Se habló mucho de infiltrados violentos, que sin duda los hubo, pero gran parte de los actos vandálicos fueron hechos por integrantes de las mismas comunidades. Ahí están los ataques a las floricultoras y en general a las empresas agrícolas. Está también el secuestro y vejación a policías y periodistas, con el beneplácito de los dirigentes. Una dirigencia y unas bases radicalizadas son la mecha encendida del senderismo.

(O)