El retiro de la estatua de Néstor Kirchner del edificio de Unasur puede tomarse como una expresión simbólica del compromiso gubernamental con el combate a la corrupción. Pero también puede verse como muestra de una debilidad tan evidente que apenas le deja el ánimo para embodegar un mamotreto inservible. No faltará quien diga que ninguna de las dos afirmaciones es totalmente cierta y tampoco totalmente falsa, porque el hecho cierto es que el Gobierno, entendido como el órgano ejecutivo, tiene escaso margen institucional y legal de acción en el combate a la corrupción. Se dirá que la división de funciones, propia del ordenamiento republicano, le da atribuciones limitadas en este campo, y que la responsabilidad recae en el sistema judicial. Por tanto, el juego debe desarrollarse en la cancha de fiscales y jueces, con la menor interferencia posible de las otras dos funciones que son esencialmente políticas. Sin embargo, esas observaciones pueden ser respondidas de la misma manera, sosteniendo que son parcialmente verdaderas y parcialmente falsas.

Es verdad que el Ejecutivo no debe interferir en los órganos de justicia, tanto en su conformación como en su desempeño. Ese es el deber ser que, como bien sabemos, jamás se cumple. Pero, suponiendo que no fuera así y que funcionara a la perfección, queda la pregunta sobre el espacio del que disponen los gobiernos para no hacer el papel de convidados de piedra ante hechos que suceden fundamentalmente en su propio campo. En efecto, la enorme mayoría de los actos corruptos ocurren en las instancias gubernamentales (seguidas por los gobiernos locales y por quienes desde el sector privado proporcionan el lubricante para la maquinaria). Es una realidad que el Gobierno no puede ignorar y a la que debe responder con las herramientas propias, que no son similares a las que disponen las instancias judiciales. Transparencia, vigilancia, denuncia, sanción oportuna, son medidas que están a su alcance y que incluso tienen instituciones encargadas de aplicarlas, como la Contraloría, las superintendencias. Entonces, cabe preguntarse qué es lo que impide que se vaya por ese camino.

Un primer factor, generalizable a la mayor parte de gobiernos –una excepción notable fue el de Rodrigo Borja–, es la conducta permisiva que se deriva de amiguismos y espíritus de cuerpo, cuando no de complicidad. Un segundo factor es la ausencia de verdaderas carreras de servicio público en las instituciones, que reduciría el espacio para la transformación del cargo en la puerta hacia el botín que debe ser rápidamente apropiado. El tercero es la permanencia de personas que formaron parte de las redes instauradas en el período anterior y que bloquean todas las iniciativas. El cuarto es el conjunto de trabas burocráticas (internas y externas) que, en este mismo momento, impiden que se materialicen iniciativas positivas como el funcionamiento de la comisión internacional anticorrupción. Romper esas trabas sería un paso más efectivo que el retiro de la efigie del expresidente argentino, que, dicho sea de paso, si se quería un símbolo, debió quedar allí como testimonio de dimensión internacional de la corrupción. (O)