Julio Cortázar, escritor argentino nacido en Bélgica, habría cumplido la semana pasada 105 años. Se lo cuenta siempre entre los indudables del llamado “boom de la novela hispanoamericana”, junto con García Márquez, Vargas Llosa y Carlos Fuentes. La inclusión del chileno José Donoso en el selecto grupo siempre será discutida, a pesar de tratarse de un excelso novelista. Este tipo de discusiones proviene del hecho de que el boom fue un fenómeno editorial y no literario. Nada liga a ese puñado de autores, viéndolo desde la literatura, no hay un estilo, ni una temática, ni una interpretación. Con distorsión ideológica, se ha dicho que representan algo así como la efervescencia del continente ante un hecho singular, la Revolución Cubana. No creo que Conversación en La Catedral o La región más transparente le deban algo a Fidel Castro, se habrían escrito con seguridad con o sin dictadura en Cuba. Entre los indudables del boom, hubo una o varias posturas frente a lo sucedido en la desdichada isla. Al principio unánimemente respaldaron al régimen comunista, pero no pasó una década y se produjo la ruptura. Mario Vargas Llosa y Carlos Fuentes tomaron distancia del fidelismo, mientras que García Márquez siguió comiendo obsecuentemente manjares marinos en los yates del tirano, y Cortázar, tras alguna vacilación, cerró filas a favor del déspota.

 

Nunca fue honesto apoyar al castrismo, a lo más fue equivocado. Persistir en esa posición, después de evidenciada la naturaleza asesina del socialismo cubano, es de necios o de sinvergüenzas. Esta absoluta descalificación ética no sirve para descalificar literariamente a nadie. De todas maneras, han surgido voces que cuestionan la obra del argentino, sobre todo su famosa novela Rayuela, de la que se ha dicho que “envejeció mal”, en el sentido de que perdió actualidad, que ya no es novedosa. Ese es un problema común a todas las vanguardias. Rayuela abrió un camino seguido por muchos, con mayor o menor acierto, por ejemplo, no se puede negar que Los detectives salvajes de Roberto Bolaño algo le debe, con la salvedad de que la obra del chileno es más novela, más literatura. Leída cuando era novedad, Rayuela siempre me pareció un experimento formalista, que trata de esconder en sus juegos de estructura y de figuras, la ausencia de narración. Es un “arte de arterías” que no enfrenta la historia y huye por los atajos de lo adjetivo e inesencial.

El escritor argentino César Aira ha declarado “el mejor Cortázar es un mal Borges”, esto vale para los relatos cortos, género en el que sus dos famosos compatriotas hicieron la mayor parte de su obra. Y ambos prefieren en sus cuentos lo fantástico y simbólico. Sin negarle cierto valor a lo que dejó Cortázar, no tiene la profundidad, la vocación de universalidad, el vuelo filosófico de lo labrado por el gran ciego. No sé si escribiría esto si no me molestase tanto la postura de consagrado intelectual cosmopolita adoptada por Cortázar en la polémica con José María Arguedas, en la que demostró que no entendía la complejidad de este continente en el que no nació ni vivió. (O)