Quería escribir sobre los cincuenta años que ha cumplido una de las grandes novelas del siglo XX, Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa, publicada en 1969, pero al mismo tiempo me resuenan los setenta años de la publicación del libro de Jorge Luis Borges, El Aleph, publicado en 1949, y no puedo escapar de su resonancia. Acaso escribo sobre ambos para comprenderlo, para llevar también al extremo lo que las efemérides imponen con su ritmo azaroso, y porque nada mejor que el contrapunto para echar luz sobre la literatura.

Si hay escritores dispares, son ellos. El maestro argentino de la puntillosa concisión estilística (y del pensamiento convertido en ficción) habría considerado en las antípodas al maestro peruano de la vasta fuerza narrativa (y de lo real convertido en ficción). Sin embargo, los extremos –sin quererlo, sin proponérselo– inevitablemente se tocan. El protagonista de Conversación en La Catedral, Santiago Zavala, sale a la avenida Tacna, en Lima, y la mira sin amor; el de El Aleph, que se llama a sí mismo Borges, sale de una casa en la calle Garay, en Buenos Aires, y al ver la Plaza Constitución percibe que el mundo sigue adelante luego de la muerte de una mujer, Beatriz Viterbo. A partir de este punto todo es diferente: el cuento de Borges apenas tiene una decena de páginas y la novela de Vargas Llosa se extiende por más de seiscientas. Sin embargo, algo las vuelve a acercar. En el epígrafe de El Aleph, Borges cita un parlamento de Shakespeare, en la segunda escena del segundo acto, cuando Hamlet se queja de Dinamarca y del mundo en general, a los que considera una prisión. Rosencrantz le replica que no está de acuerdo y Hamlet le responde: “encerrado en una cáscara de nuez me tendría por rey del espacio infinito”. Así queda explicado parte de El Aleph, esa fascinación por abarcar, en un pequeño objeto de dos o tres centímetros, elementos dispares y remotos. Borges lo plantea como una posibilidad. Vargas Llosa la cumple: Conversación en La Catedral condensa, a través de una conversación de algunas horas entre Santiago Zavala y Ambrosio, el recuerdo de todo un fresco social de una época en el Perú, la del dictador Manuel Odría entre 1948 y 1956, años antes y también años después. Zavala, Hamlet limeño, es una especie de atormentado rey en la amarga cáscara de nuez de su frustración, de su mala conciencia de haber nacido en una clase social privilegiada en medio de un Perú desgarrado por la miseria, pero sobre todo por un gobierno miserable que corrompe lo que toca. Es a través de esa conversación que se puede reconstruir lo que no es simplemente una novela histórica al uso –Odría no aparece como protagonista, y en buena hora, de lo contrario la novela no habría tenido la misma fuerza, sometida a la recreación–, sino que desarrolla el pulso de una historia compleja, llena de tramas, y de una sofisticada estructura narrativa que ya había abordado Vargas Llosa en sus dos novelas previas pero que aquí, en Conversación en La Catedral, alcanza su punto máximo. Si hay una novela donde el arte del diálogo llega a su límite experimental en el siglo XX, hay que buscarlo en esta novela, y en otra de William Gaddis que ahora no viene al caso.

Algo han perdido Borges y Vargas Llosa, y de eso dan cuenta el cuento breve y la vastísima novela. El hallazgo de esa cáscara de nuez, en un sótano de Buenos Aires o en un bar de mala muerte en el centro de Lima, restituye la inmensidad de un mundo que sigue adelante, despiadadamente. El perverso y falso poeta Daneri de El Aleph tiene algo del perverso Cayo Bermúdez, al servicio del dictador Odría, solo que mientras el primero tiene el mal gusto de la acumulación literaria sin un conflicto real, el segundo pretende dominar desde la política todos los círculos de la realidad. Por supuesto, es imposible ver un aleph como el del cuento borgiano, pero oscuras figuras del poder que los dirigen desde la sombra son visibles, o cobran realce, gracias a novelas como Conversación en La Catedral, y que por eso siguen vivas aunque aludan a otra época. En el Perú en el que me tocó vivir entre 1995 y 1998, ni qué decir que el Cayo Bermúdez de ese momento fue Vladimiro Montesinos, y dejo a los lectores ecuatorianos que encuentren su Cayo Bermúdez particular en los regímenes duros y totalitarios de turno.

Leer o releer El Aleph de Borges es fácil, pero hay que hacerlo despacio. Conversación en La Catedral se lee rápido solo que no es fácil: hay un reto ambicioso en esta novela que la coloca en la cima de la obra narrativa de Vargas Llosa, sobre todo por integrar distintos ámbitos, lugares y clases sociales de la sociedad peruana. Habituados a ficciones que acotan su espacio en seguras esquinas del yo –y que muy pocos autores, como Borges, elevan al rango de literatura de primer nivel–, obras descomunales como Conversación en La Catedral muestran todas las posibilidades de la novela por encima del yo y la autobiografía. De tanto en tanto aparecen novelas así para mostrar las posibilidades extremas de la ficción y del lenguaje, y que siempre están fuertemente unidas cuando responden a un conflicto auténtico del escritor, especie de obsesión autobiográfica que lo trastorna, sí, pero que la cede a los fueros de la imaginación para revelar de qué se nutren los conflictos humanos y quienes están implicados, o podrían estarlo, y a quienes afectan o afectarán. Son novelas de lectura tan compleja como gratificante. Pero como lo dijo Vargas Llosa en unos diálogos en la Universidad de Chicago, en 2017, fue encontrando sus lectores poco a poco, y que si él tuviera que salvar del fuego una de sus novelas sería esta, Conversación en La Catedral. Hace rato está salvada del fuego. (O)