La Patria tiene una vergüenza menos. Es el corolario de la censura y destitución de cuatro vocales del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social por parte de la Asamblea Nacional. Primero en la lista el inefable cura Tuárez, que con aires de escoba nueva no era sino estopa vieja verde flex.

Sin proponérselo, encarnó la decadencia de una institución omnipotente llamada a desaparecer. Y posiblemente terminará siendo su sepulturero, con el encargo de oficiar la misa de réquiem.

Con el discursillo manido de la espada de Bolívar y la Asamblea Constituyente puso al descubierto quién era el titiritero que movía los hilos del descabezado CPCCS desde su remota madriguera en Bélgica.

La Legislatura sumó otro acierto al censurar en su segundo intento a la exministra de Salud Verónica Espinosa.

Era un tumor correísta enquistado en un Gobierno que se jacta de haber roto con el pasado.

Nadie se explica qué poderosa influencia la mantuvo en el cargo durante tanto tiempo, sin tener hoja de vida para desempeñar el cargo.

Aun así, se erigió en una suerte de minizarina que manejó a discreción ese pequeño imperio de 86.000 salubristas que es el Ministerio de Salud Pública. Encastillada en su trono personificó la continuidad de la “década perdida”, con la misma visión estatista y autoritaria, sin disposición al diálogo con el sector privado, sujeto a regulación y control del MSP, al que no quiso prestar oídos.

De vuelta al estado llano, el aterrizaje forzoso debe haberle dolido. Ahora tendrá que afrontar la investigación de Contraloría y Fiscalía a casos sórdidos como el de reactivos adulterados para la detección de VIH que denunció La Posta.

A ambas censuras, en el sentido de la vindicta pública, cabría apelar al aforismo de Madame de Stael: “Oponerse a un poder injusto nos hace sentir un placer físico”.

La atinada solución a la demanda de los jubilados evitó que el problema se convirtiera en pasto de la politiquería. En resumen, desde 2008 se había acumulado una deuda por incentivos jubilares, principalmente, a educadores y salubristas, por 1.200 millones de dólares, que el Gobierno anterior jamás honró.

El incumplimiento y la frustración derivaron en una huelga de hambre, que se desactivó con la entrega de bonos que brindó el alivio necesario a los dolientes.

Como buenos pescadores a río revuelto, correístas, emepedistas y asambleístas de otras tendencias pretendieron hacer carga montón al ministro de Economía y Finanzas, Richard Martínez, para llevarlo a juicio político. El oportunismo y el cortoplacismo hicieron liga para encontrar a quien pague los platos rotos.

El llamado comedido a ciertos legisladores para que eviten secundar los intentos de desestabilización política y económica, que propician los nostálgicos del poder, dispuestos a todo para promover sus protervos fines.

Hay que reconocer que Martínez, y el equipo de jóvenes que lo acompaña en el ministerio, supo actuar con serenidad, ante la presión por el drama de los huelguistas, para encontrar una solución que resultó salomónica.

El Gobierno, que logró sortear con éxito este desafío, debe tomarlo como motivación para ocuparse de otros asuntos urgentes. La demora en la presentación de las reformas laboral y tributaria sigue pasando factura, toda vez que se mantiene en compás de espera a los agentes económicos que dudan en invertir mientras no cambien las reglas del juego. Es hora de liberar las expectativas con una audaz movida que permita recuperar su menguante capital político.(O)