Pelea con cuchillos en mano entre venezolanos en la terminal terrestre de Baños, en Tungurahua, disputando el monopolio de “enganchadores” de turistas para los hoteles de la ciudad. Enfrentamiento a puñetazos entre venezolanos en el parque La Carolina por un puesto para la venta ambulante de jugos. Pelea campal entre familias venezolanas por una esquina o semáforo “estratégico” del norte de Quito, para el ejercicio de la mendicidad exhibiendo niños de brazos. Es la inédita exhibición de la abyección de un pueblo, otrora el orgulloso promotor de la libertad de medio continente americano. Es el efecto del (des)gobierno de una pandilla que se ha adueñado de un país hermoso y antes millonario, para producir y exportar ciudadanos degradados y pauperizados a todos los países vecinos.

Los ecuatorianos nos estamos malacostumbrando peligrosamente al desfile cotidiano de la miseria venezolana por nuestras calles. Nos hemos acomodado en la lógica del neorriquismo nacional que aún se sostiene, después de que alcanzó la cima durante la década festiva. No podemos negar auxilio y solidaridad a las oleadas de venezolanos que llegan hasta nuestras fronteras con hambre y desesperación. Pero al mismo tiempo no queremos tomar conciencia de nuestra propia pobreza y falta de perspectivas de desarrollo para los próximos años. Para fines del 2019 habremos albergado a medio millón de venezolanos, sin crear posibilidades de trabajo para ellos ni para nosotros mismos. Somos la caricatura de una caricatura: “Nosotros los Nobles”, con la enorme diferencia de que la graciosa comedia mexicana tiene final feliz y pedagógico. Estamos incubando una explosión social porque no aprendimos nada de nuestra historia.

Nos creemos a salvo de la miseria solamente porque Rafael Correa ya no es el presidente de este país. Ignoramos que aquello que llamamos “correísmo” es una posición y una práctica subjetiva y colectiva a la vez, en relación con lo social, lo político, lo económico y lo cultural, que condensa muchos defectos nacionales ampliamente compartidos, y que excede el patronímico y las condiciones singulares del sujeto que originó el fenómeno. Igual podría llamarse “torresismo”, “chicaizismo” o “perezismo”, aunque este último resultaría bastante sugestivo. Tenemos a Nicolás Maduro y a los venezolanos mendicantes para creernos afortunados y para contentarnos pensando que escapamos por un pelo de un destino semejante al de ellos. Nos congratulamos por tener un presidente que respeta la opinión disidente, que hace el ademán de perseguir la corrupción ajena, que no dice estupideces, que intenta gobernar lo ingobernable buena parte del tiempo, y que a lo sumo se permite hablar de física cuántica de vez en cuando.

Siempre es interesante hurgar en la etimología y la polisemia potencial de las palabras. De origen italiano (bazzoffia), el término designaba originalmente una sopa de mal gusto, hecha de sobras o desperdicios. A través de los siglos y del recorrido significante, el término designa todo aquello que implica basura, podredumbre, suciedad, mezcla corrupta y maloliente, degradación física o moral, perversión… Aunque cualquiera puede hablar de “bazofia” para descalificar aquello que considera repudiable, no es un significante que forme parte del habla común de la gente ordinaria, por el carácter extremo de los sentidos que produce. Pero quizás el señor Maduro está autorizado por su familiaridad con esos sentidos.

(O)