En el mundo agitado, ruidoso, de las grandes ciudades, admirar lo cotidiano no es una conducta mayoritaria ni corriente. Vivimos al son de la última noticia, el último escándalo, la última pelea, el último partido, la última tragedia. Muy pronto lo último pasa a ser noticia superada por el torbellino de lo reciente y así pasan los días, las noches, los meses y sin darnos cuenta los años.

Esa constante manera de surfear la realidad, conocerla sin profundizar, como la película Rápidos y furiosos, lleva al desencanto, al desánimo y al aburrimiento. Muchas veces miramos sin ver, oímos sin escuchar, hablamos sin pensar.

Los niños, esos grandes maestros, nos devuelven a la realidad y su asombro se convierte en el gran maestro de quien los observa, descubre con sus ojos y ama con su candidez.

Lo cotidiano se convierte entonces en un terreno de exploración, el viaje en la metro, los pájaros en el cielo, las plantas en las veredas, los vendedores en la calle. Pero también los migrantes en canoas frágiles en el Mediterráneo, o en las minas de nuestro Buenos Aires imbabureño, el terremoto en California, o los plásticos en el mar. La enfermedad de un ser querido o su partida sin regreso. La respuesta de Keanu Reeves a la pregunta “¿qué crees que sucede cuando morimos?”. “Sé que quienes nos aman nos extrañarán”, deslumbra por su sencillez sin poses y sin artificios.

Y quizás poco a poco, sin darnos casi cuenta de la mano de los mileniales vamos aspirando al decrecimiento, al reciclaje, a gastar menos, tener menos y disfrutar más. A la sobriedad y la simplicidad voluntarias, al respeto a las horas de ocio, a valorar los encuentros.

C. Taibo, en su libro En defensa del decrecimiento. Sobre capitalismo, crisis y barbarie dice que el único programa que necesitamos se resume en una palabra: menos. Menos trabajo, menos energía, menos materias primas. Puede ser provocador, pero cuestiona y sacude. Tener menos para echar raíces, para profundizar, para nutrirse del limo, las aguas y los ríos subterráneos, menos para oír el canto de las hojas, el ruido de la savia en el tronco, el quejido de la tierra cuando es sacudida por un temblor, la amenaza y el bramido de la tempestad.

Menos para escuchar la angustia de un drogadicto, menos para no poner a Dios a nuestro servicio, no vociferar en su nombre, castigos y leyes, nosotros polvo en el polvo de una tierra minúscula en el concierto de millones de galaxias y agujeros negros y universos paralelos que pretendemos saber quién es Dios, lo que quiere, lo que condena. Y juzgamos, condenamos y despreciamos en su nombre. Menos para entendernos y amarnos en nuestros límites y nuestras rarezas, en nuestras posibilidades y nuestras barreras, menos para descubrir con asombro el más que son los otros, esas maravillas que tenemos al lado, que no conocemos porque las hemos tapiado en las murallas de nuestras etiquetas, miedos y limitaciones, menos para ser más y amar más. (O)