Parecería que no hay mucho más que decir respecto al matrimonio igualitario aprobado por la actual Corte Constitucional el mes pasado. Más allá de los debates que puedan darse, discrepando de ideologías contrarias, este derecho finalmente reconocido para un grupo minoritario es un logro en Ecuador que lo ubica en un contexto internacional donde hace tiempo está aceptado. Los temores frente a los otros son injustificados, sobre todo si se tiene en cuenta que es mucho mejor evitar la clandestinidad y el aislamiento de cualquier comunidad dentro de la sociedad, y que, tanto como los derechos, el matrimonio civil igualitario establece obligaciones para darle estabilidad a sus integrantes como familia. Una familia diferente, sí, pero con deseos de consolidarse como tal y recibir el respeto de la sociedad. La marginación genera problemas mucho mayores, y dejar a la previsión individual una responsabilidad familiar es un riesgo social. No es gratuito que esa sutilísima observadora de la sociedad, Jane Austen, escribiera en una de sus novelas más logradas, Persuasión, que toda previsión humana le producía muchos recelos.
Lo que sí me ha llamado la atención es una arista del debate, y que la señala puntualmente Roberto López en su artículo del 24 de junio de este año en el diario Expreso, titulado “Nuestra propia Corte”. Señala López: “El descontento aumenta. En la Costa pululan las marchas de protesta. Ya in crescendo se escucha la expresión ‘Guayaquil independiente’. ¿Quieren lidiar con eso? La única forma de frenar la idea es un Ecuador federal. Así que como no nos sentimos representados por activistas disfrazados de jueces que ven al país solo como una cordillera (…) no nos dejan otro camino”.
La insinuación ronda la amenaza y declara frontalmente una generalización. Hay muchos activistas del matrimonio igualitario en Guayaquil. Por supuesto que no es una cuestión matemática de mayorías electorales –los derechos de minorías precisamente no lo requieren– y mucho menos se trata de una cuestión regional. Pero tomar esto como argumento separatista –“no nos dejan otro camino”– me resulta inquietante porque el espíritu de sedición siempre es ciego y prende, como el fuego, el momento menos pensado. Con esto no quiero obviar que el regionalismo siempre ocurre y se explica en doble vía. En la Sierra, o en Quito, como aludiría el señor López respecto al poder central, también suele haber, lamentablemente, actitudes regionalistas, de menosprecio hacia la Costa, o Guayaquil, con generalizaciones realmente rocambolescas. Ya el empleo de la palabra “mono” para referirse a un guayaquileño me parece anacrónico y ofensivo. Fanáticos hay en todas partes y de lo que nunca se dan cuenta es de que en el fondo se parecen a quienes reniegan.
Pero quiero señalar nuevamente lo arbitrario de esta actitud regionalista, o independentista, porque me preocupa cualquier insinuación al respecto. Tengo mis motivos. Luego de haber vivido 20 años en Barcelona, y sobre todo de haber experimentado los últimos 10 años el llamado “procés” independentista catalán, no de la mayoría, aclaro, sino de una parte enquistada en el poder, algunas reflexiones y conclusiones me han quedado claras. Para empezar, lo que facilitó este radicalismo nacionalista fue la crisis económica española de fines de la década pasada. En un escenario así, los mecanismos de atribuir culpa a los otros y no asumir una responsabilidad general, derivó en acusaciones y escaladas de reproches que fácilmente enceguecieron a la ciudadanía. Olvidamos con demasiada frecuencia que lo más fácil es encender el odio hacia quien se desconoce, precisamente a través de desinformación y generalizaciones. Construir la cohesión social es lo más difícil. El Gobierno español de aquel entonces, con el Partido Popular a la cabeza y Mariano Rajoy como presidente de España, pasó por alto realizar esfuerzos de aclaración y consenso. Pensaron, por dejadez, que eran reclamos pasajeros que se solucionarían por sí solos. Ese fue el segundo gran error, luego del realizado por los fustigadores nacionalistas. El resultado ha sido una sociedad fracturada internamente a la que le tomará mucho tiempo recuperar la calma social. Aunque yo estaba integrado en el medio catalán, con dos hijos nacidos en Barcelona, siempre he asumido mi extranjería en todas partes, incluso en mi Guayaquil natal. Lo lamentable, lo doloroso, es ver a ciudadanos españoles, que habían hecho toda su vida allí en Cataluña, sintiéndose extraños y percibiendo una xenofobia creciente; y cuando eso ocurre incluso entre catalanes que no se adscriben al separatismo, no es difícil darse cuenta de que se ha perdido demasiado. La otra consecuencia de ese nacionalismo catalanista ha sido exacerbar el otro nacionalismo, el español, y del que da cuenta un reciente movimiento político de derecha.
Visto esto, ¿cómo no inquietarse por esas insinuaciones como la del señor López en su artículo de Expreso? Si frente a los problemas o cambios, se empieza a echar la culpa, extrapolando, a otros segmentos de la sociedad, en este caso aludir a la Sierra, o a Quito, y exigir una “corte propia”, se está abriendo un camino divisorio, por el que se seguirá insistiendo más adelante en echar la culpa a un chivo expiatorio regionalista. Es un mal enfoque y un razonamiento empobrecedor. Que haya reclamos de descentralización es algo distinto –y hay mucho por hacer en este sentido, empezando por facilitar los encuentros entre Quito y Guayaquil, y abaratar los pasajes aéreos–, pero trasladar problemáticas que van más allá de lo regional, como el matrimonio civil igualitario y muchos otros más, a una solución separatista, es jugar no solo con fuego, sino condenar a una sociedad a una fractura innecesaria. En un mundo que cada vez necesita de mayores alianzas y sumar esfuerzos frente a problemas de mucho más calado, buscar pretextos para exacerbar radicalismos, cuando se acaban los argumentos o cuando no existen, es la peor ecuación posible.
(O)
Olvidamos con demasiada frecuencia que lo más fácil es encender el odio hacia quien se desconoce, precisamente a través de desinformación y generalizaciones. Construir la cohesión social es lo más difícil.









