Toda gran obra literaria es un espacio de amistad. Pienso que el mayor mérito de los libros no es tanto enseñarnos sobre la vida, sino acompañarnos en la navegación, ya sea en las tormentas o en los buenos vientos sobre los mares. Debo empezar confesando que en el caso del escritor Carlos Arcos Cabrera la amistad es completa. Soy amigo de sus libros, pero también del ser humano que es él. Hoy quiero escribir sobre su escritura para honrar la decisión de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, que la semana pasada lo incorporó como académico correspondiente.

Sospecho, desde hace algunos años, que hay en nuestras vidas acontecimientos que no obedecen a la casualidad. Son inevitables. En otras ocasiones he contado que a Carlos lo conocí en Barcelona y fue allí donde, por recomendación de Leonardo Valencia, leí Memorias de Andrés Chiliquinga y El invitado. Era el otoño de 2013. Sus libros calaron hondo en mí. Quise entrevistarlo. En realidad, iniciamos una conversación que comenzó a horas de la tarde en el Café Salambó, del barrio de Gràcia, y terminó muy entrada la madrugada en algún bar sórdido del barrio Gótico. Hablamos de Vallejo, Icaza, Arguedas, Roberto Bolaño. También de Quito, de la política ecuatoriana (obvio) y de nuestros planes hacia el futuro.

Es muy posible que mi amistad con sus libros haya influido de forma decisiva en mi propia determinación hacia las letras. No negaré que terminar de leer cada una de sus novelas implica una experiencia demoledora: Carlos siempre encuentra la forma de romperme los huesos. Y también de devolverme la esperanza en el ser humano, que pese a sus contradicciones y precariedades, se levanta y recuerda. He reflexionado mucho sobre su obra literaria y comienzo a pensar que puedo discernir sus elementos esenciales. El primero, un profundo sentido de la memoria humana.

Carlos es saturneano, benjamineano y andino. Con Cinthia Andrade, compañera de lecturas, hemos hablado mucho sobre cómo se dibuja el pasado en la literatura de Arcos Cabrera. Hay que recordar que en la cosmovisión del mundo andino el pasado está adelante, frente a los ojos, iluminando y proyectando el futuro. Ese es quizá el mecanismo creador que atraviesa a sus novelas. No sólo por los intertextos que de repente crea con mitos de las culturas originarias de América y cuyas metáforas permiten, a sus personajes, profundos extrañamientos, sino fundamentalmente porque el corazón de su escritura es una memoria que está viva y que sólo se apagará el último día de la humanidad.

No es extraño, entonces, que Memorias de Andrés Chiliquinga tome a la obra icónica de nuestro pasado –Huasipungo, de Jorge Icaza– y la problematice, precisamente para devolverle bríos vitales. Ni que Saber lo que es olvido viaje a las violencias de la Guerra Civil Española y la Dictadura Chilena. Así también El invitado procura detenerse en el Conflicto Armado Interno del Perú, que entre 1980 y 2000 causó alrededor de 70.000 víctimas mortales. Expediciones llenas de tradición literaria y esperanza en la humanidad están presentes en Para guardarlo en secreto, El hombre-pez y las tablillas de la memoria, y Vientos de agosto.

Me atrevo a pensar, sin embargo, que la memoria humana es el resultado de su proceso creativo más no la ofrenda que hace. Pienso que Arcos Cabrera escribiría incluso si no tuviera lectores. Es su forma de respirar. Que el rigor de sus historias y la fuerza de su estilo no nos confunda. La escritura de Carlos es la expresión de su vida y de sus propias inquisiciones existenciales. No hay pretensiones más que existir. Quizá sus novelas son tan descarnadamente humanas porque muy en el fondo escribe para él mismo y para convencerse de que vivir vale la pena. Y en eso tiene razón. Recuerdo que hacia el final de la novela Andrés Chiliquinga resuelve sus dubitaciones sobre la realidad y la ficción: “Eso eran los libros, y entendí esa verdad por primera vez. No eran ficción […], sino una puerta para ver otra realidad. Los libros eran la ayahuasca de los mishus. Tal vez esa era su sabiduría.” Y sí, Carlos siempre ha sido generoso con nosotros, sus lectores, y por eso nos comparte tantas cosas. Eso hacen los amigos.