Sin duda, la iniciativa de la anulación del voto para la elección de los integrantes del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social es la única posibilidad para iniciar el camino que debe llevar a su desaparición. Desde los tiempos de Montecristi estaba claro –para quienes querían ver, por supuesto– que ese era un engendro incompatible con la democracia, contrario a la separación republicana de poderes, esterilizador de la participación ciudadana y peón a disposición de tentaciones autoritarias de cualquier signo. La creación de ese consejo puede tomarse como un ejemplo de lo que algunos autores denominan de-democratización o, en palabras sencillas, pérdida de elementos fundamentales de la democracia y retroceso en la construcción de un régimen incluyente y abierto. Junto a la aparentemente ingenua sustitución del singular por el plural en Estado de derecho a Estado de derechos (que determinó que sin acción gubernamental no hay goce de derechos y de libertades), su inclusión en la Constitución fue una de las expresiones más acabadas del modelo controlador que se intentaba implantar.

Por ello es incomprensible que el Gobierno haya propuesto –y la ciudadanía haya aprobado– en la consulta del año pasado la elección directa de sus integrantes. La modalidad de selección traslucía con precisión esa de-democratización, ya que ellos no eran la expresión de la voluntad popular y por tanto carecían de legitimidad de origen. Ahora la elección directa y universal les otorgará esa legitimidad, a pesar de que su elección sea hecha sin campaña, sin debates y que puedan triunfar apenas con mayoría simple. Si lo que se quería con esa propuesta era iniciar el desmontaje del andamiaje regresivo y limitante, había que apuntar hacia las bases, hacia el fondo. Hacia su eliminación en la Constitución. No se hizo así. Su elección elevará el problema a una potencia indeterminada.

Frente a ello, queda la opción del voto nulo, pero solo como un primer paso para ir a la eliminación definitiva mediante una consulta popular. Pero, como ya se ha repetido suficientemente, para que el voto nulo tenga efecto, debe superar a la suma de los votos de todos los candidatos (artículo 147 del Código de la Democracia). Esto significa que algo más de cinco millones y medio de votantes, de un total aproximado de once millones, deberían optar por la anulación y algo menos de esa cifra debería repartirse entre los 43 candidatos. Un resultado muy poco probable, aunque no imposible, no tanto por la aritmética, sino por la política. O, más bien, por una combinación tramposa de aritmética y política.

La clave está en que la iniciativa ciudadana por sí sola será insuficiente para hacer una campaña efectiva por la anulación. Corto tiempo, escasez de recursos y ausencia de organizaciones fuertes son obstáculos enormes. Los únicos que podrían hacerla son los partidos y los candidatos a otros cargos. Pero unos y otros están preocupados de lo suyo y no faltarán quienes hayan hecho cálculos sobre las ventajas de contar con amigos allí. Sin su voto nulo sobrevivirá el consejo nulo. (O)