Dos acepciones tiene Galatea en la mitología griega. Por un lado, es la estatua de marfil que Pigmalión, el rey de Chipre, talló y amó en su búsqueda de la mujer perfecta, y a la que Afrodita, la diosa del amor y la belleza, dio vida. Por otro lado, y según La metamorfosis de Ovidio, es la nereida que rechazó el amor de Polifemo a favor de Acis, un pastor siciliano. Polifemo, celoso, mató al pastor aplastándolo con una piedra, pero Galatea transformó la sangre de su amado en el río Acis de Sicilia.
Variadas versiones tiene en la cultura el mito de Pigmalión y Galatea: Pinocho, el monstruo de Frankenstein, o el Golem que el rabino Judah Loew creó para defender el gueto de Praga hacia el final de la Edad Media. Algo parecido sucede con el mismo Adán, el primer hombre que Dios habría creado con polvo de la Tierra, a su imagen y semejanza.
Juan José Alomía, joven cineasta ecuatoriano, estrenó en YouTube el pasado 14 de febrero su primer mediometraje, Galatea, en el que de la mano de las técnicas narrativas del documentalismo más íntimo se pregunta el motivo detrás del hecho de que no haya logrado nunca una relación amorosa estable en sus diversos intentos. La personal operación de Alomía es una inmolación que comprende –al igual que el Van Gogh de los autoretratos– una de las premisas esenciales de la creación artística: en el propio rostro se cifran los misterios de la vida humana.
Hay grandes y bellas piezas del cine ecuatoriano que han apostado a historias personales para luchar contra la falta de presupuesto sin renunciar a la calidad. Pienso, por ejemplo, en Mi tía Toty, de León Felipe Troya, y en las icónicas e inolvidables piezas de nuestro documentalismo. Alomía se instala en esa tradición con la valentía de quien no le importa desnudarse, en sus riquezas y en sus carencias, ante el lente del público. En el fondo, Galatea es una reflexión sobre el amor postlíquido, en el contexto de una generación que al menos procura poner en crisis su idea de masculinidad.
Todos, como Pigmalión, hemos soñado con nuestra Galatea perfecta. Y muchas veces hemos creído que la encontramos. El amor, sin embargo, es mucho más complejo. Si algún mérito tiene la destrucción del amor romántico, postulado de nuestro tiempo, es la posibilidad de la liberación de la mujer. En otras palabras: concebir al amor como experiencia liberadora y no como un apego que coarta, que hace daño, que implica drama. Alomía confronta esas posibilidades sin darse cuenta de que participa en el más contemporáneo de los debates en cuanto a las relaciones humanas y a su asimilación en la cultura. Para amar, antes que crear a Galatea, hay que construirse y superarse a uno mismo.
En la Galatea de Alomía, además de la del mito de Pigmalión, converge la de Polifemo. En el Quito machista, tradicional y pequeño burgués de hoy, Galatea, que convirtió a su amado en río, indaga en la posibilidad de reinventar la idea del amor y de la misma masculinidad, para renunciar a los estereotipos de la relación de pareja según la sociedad. En ese sentido, Cervantes se adelantó con su primera novela, también titulada Galatea (1585), y que, en algún lugar a orillas del río Tajo, cuenta la historia de los pastores Elicio y Erastro, y su amor por una pastora que lleva el nombre de la nereida que inmortalizó Ovidio. Ella, bondadosa, inteligente, juiciosa y honesta, como eran las heroínas cervantinas, prefiere su independencia espiritual y no desea someterse al yugo amoroso. Cervantes juró, incluso en el Quijote, que escribiría la segunda parte de Galatea y que esa sería su obra maestra para la posteridad. Le interesaba cerrar su ciclo creativo finalizando su estudio psicológico del amor. La vida no le alcanzó. Creo, sin embargo, que a don Miguel de Cervantes Saavedra le hubiera gustado la película de Alomía.