Él, apuesto, alto, buen conversador, ganadero, de porte atlético, ocupaba un alto cargo público en una provincia. Ella, hija de obreros, ojos y nariz grande, alegre, una chispa de inteligencia, recién llegada de la capital, tenía su primer empleo de trabajadora social. Dieciséis años menor, tenían constantes confrontaciones en la oficina pública. Ella iba a reclamar alcantarillado y servicios para el barrio donde se construyeron las casas para los damnificados de las inundaciones. Conocía todas las necesidades, pues vivía en una de las casas recién construidas. Él apostaba que iba a conquistar a esa jovencita mandona, con aires de capitalina, hacía apuestas con sus colegas que sería una más en su palmarés.

Ella discutía y reclamaba abiertamente y lo desafiaba a visitar el barrio y cumplir con sus promesas de obras.

Con toda la parafernalia de la autoridad fue un día al sector que estaba delimitado por una cerca de alambres de púas. Y por las aguas servidas que corrían nauseabundas. Él, de un lado; ella, del otro, acolitados por sus respectivos seguidores, empleados públicos con sonrisa socarrona, moradores del barrio. Ella lo invitó a pasar la cerca, dio un paso adelante y cayó en las aguas servidas putrefactas. Él, caballero, le tendió la mano y la levantó. Chorreando… Se transformó en una historia de amor que solo separó la muerte. Las obras llegaron al barrio…

Ella vivía en Austria y decidió venir a Perú, se mezcló con los indígenas, trabajó entre ellos, perdida en Cuzco y sus alrededores en las zonas más empobrecidas, en medio de las llamas y el frío. Él decidió ir a buscarla, no tenía idea de dónde se encontraba, subió a un avión y buscó su rastro. Nada, nadie le daba razón de su paradero. Decepcionado regresó a Lima y cuando salió de la agencia de viajes con su boleto de regreso, la vio avanzar por la Plaza de Armas distraída, sin saber de su presencia. Hoy viven cobijados por los Alpes, siempre acogedores de cuanto latinoamericano pasa por su hermoso pueblo, más de 50 años de matrimonio.

La mejor declaración de amor que he oído. “A usted no me canso de escucharla, quisiera pasar todos los días de mi vida oyéndola” (¡¡¡!!!). Aún sigue oyéndola aunque ella habla menos, se ha contagiado de la amable escucha de él. Mira y sonríe. Y habla. También habla, pero menos…

Convivían hacía algunos años, decidieron casarse. Él entró en pánico. Y si no resulta, y si no nos entendemos, y si fracasamos… se sentía como quien cae de un tobogán sin poder dar marcha atrás. Ella, más tranquila, probaba su vestido. Llevan varios años, con hermosos hijos y se ríen del pánico que les produjo dar un paso que se presentaba definitivo.

Esperaba en una esquina que cambiara la luz para atravesar la calle, él iba en bicicleta, se detuvo. No me mire así, esos hermosos ojos me harán caer. Continuó, miró para atrás y se estrelló contra el carro delantero. Lo detuvieron unas horas. A los días, fue al supermercado y de nuevo los mismos ojos inmensos ahora cobrando en la caja. El chofer del carro y el policía que lo detuvo estuvieron en la boda. (O)