Transición y acuerdo son términos que no faltan en las declaraciones políticas de estos días. El primero es el adjetivo aplicado al Gobierno, pero que este se resiste a aceptar. El segundo es el objetivo que todos dicen perseguir, pero que en realidad es una búsqueda de apoyo para el proyecto propio (siempre abstracto, lleno de generalidades y saludos a la bandera). Lo que queda del actual mandato presidencial y legislativo, así como el escenario para el próximo período, podrían ser muy diferentes si el gobierno aceptara que efectivamente le corresponde encabezar un régimen de transición y si quienes hablan de acuerdos estuvieran dispuestos a escuchar y a bajar a la realidad. Asumir ambas responsabilidades sería la única manera para alejar las amenazas económicas y políticas que sobrevuelan día y noche.

Hasta este momento, los únicos indicios de transición se encuentran en las acciones del Consejo de Participación Ciudadana. La renovación institucional que está impulsando es significativa, pero es insuficiente porque sus facultades no le permiten ir más allá del reemplazo de algunas autoridades. Los cambios de fondo, que deben materializarse en leyes, reformas constitucionales y reingeniería institucional, rebasan a ese organismo y son imposibles sin un consenso nacional. Pero, este no puede quedarse en la retórica de los grandes objetivos ni en el horizonte de los largos plazos. Es inútil diseñar grandes planes para el año 2030 o 2050, si no hay certeza sobre la situación del próximo mes o del segundo semestre.

Un acuerdo nacional solamente será efectivo si se establece en torno a metas concretas y factibles de ser medidas por las personas de carne y hueso que lo sustentan. Un acuerdo es un compromiso en el que se da para recibir. Quienes lo suscriben esperan beneficios, aunque hacia la galería digan que lo hacen por amor a la patria. Nadie se va a comprometer, más allá de las palabras, con promesas de una vida mejor en un futuro que no se sabe si llegará. Es indispensable definir objetivos claros, precisos, cuantificables, que puedan ser evaluados día a día sin esperar a que pasen diez o más años. Las acciones necesarias para alcanzar esos objetivos deben reflejar las capacidades de las personas comprometidas. Si ninguna de ellas tiene la posibilidad real de traer el paraíso a estas tierras, es mejor dejarlo de lado como objetivo por más atractivo que suene.

Cuando se alude a transición y acuerdos, generalmente se traen a colación los Pactos de la Moncloa. Su efectividad y su transformación en uno de los pilares sobre los que se fundó la democracia española, se explican porque todos los participantes, sin excepción, pusieron cable a tierra. Trabajadores, empresarios, políticos de todos los colores, organizaciones sociales, aplazaron sus aspiraciones de máxima y dibujaron el país que querían para el próximo año. Para el gobierno que lo promovió, no significó olvidar las políticas económicas y sociales, pero sí condicionarlas a lo posible, que es precisamente el contenido del pacto. Por cierto, ese gobierno cumplió su tarea y pasó a la historia. (O)