Para empezar el año, bien nos haría a todos tratar de medir en nuestras vidas qué es historia presente y qué es ficción. Ser honrado con uno mismo tal vez sea uno de los actos más difíciles de realizar ahora que las falsas verdades se instalan con consignas que no exigen ser pensadas: basta vociferar lo que está de moda para que los seguidores de esos nuevos grupos se muestren colectivamente entusiasmados y convencidos de sus simplicidades. No en vano el filósofo Harry Frankfurt ha escrito un libro, Sobre el hablar mierda, en el que define la vacuidad de la información que circula en las redes sociales.
El trabajo de periodistas e historiadores permite desenmarañar el intrincado tejido de las nuevas modalidades comunicativas que impide que lo importante sea pensado por la gente. Lo grave es que incluso la mentira es utilizada como mecanismo para instalar supuestos nuevos saberes. Sin embargo, por increíble que parezca, hay algo que a las personas les podría facilitar esa navegación por las aguas turbulentas de los mensajes ruidosos y conseguir llegar a su destino: la literatura. Así lo propone el escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez en el libro Viajes con un mapa en blanco (Madrid, Alfaguara, 2018).
Aunque Vásquez discurre extensamente sobre la novela, quiero creer que también el teatro y la poesía, a su modo, consiguen lo primordial de una comunicación artística: que cada lector se vea –se piense, se reconozca, se sienta, se cuestione– a sí mismo. Vásquez propone una comprensión radical: la novela no fue creada para explorarnos, sino al revés: “el ser humano es el mejor invento de la novela”, dice, y aclara que inventar es descubrir y que se descubre lo que está oculto, lo que no aparece con claridad ante nuestros ojos, lo que está velado justamente por eso que se quiere vender como nuevas realidades.
La novela –la literatura– es contraria al sectarismo, es “un terreno donde varias ideas o valores opuestos entre sí son igualmente válidos”; ella hasta podría ser un modelo de democracia: cuando se discutían los acuerdos de paz en Colombia, Vásquez pensó “que era posible una idea de la democracia como ese sistema en que varias versiones del pasado pueden coexistir sin imponerse una a las otras desde el poder privado, o desde el público, o desde esa curiosa amalgama de lo público y lo privado que son las iglesias”. Aprendiendo de otros novelistas, Vásquez señala que el objeto de la novela es el caso humano.
Lo que logra la imaginación novelística es mirar el mundo desde varias atalayas a la vez, posibilitando intersticios para observar aquello que ni los historiadores ni los periodistas pueden ver en el examen de la realidad. Lo fascinante es que, incluso si leemos una novela del siglo XVII como el Quijote, aprenderemos que la realidad de hoy no es la que se nombra, que los hombres de hoy esconden bastante, que los políticos de hoy con algo nos están engañando en lo que declaran en público. Para rehacer una visión certera de la realidad, junto con los historiadores y los periodistas, los novelistas son necesarios.
(O)