Hace muchos años cuando la telefonía móvil empezaba a crecer leí un estudio que decía que las personas preferían ir al dentista que comprar o cambiar un teléfono celular, por lo complejo que resultaba y por la cantidad de características que se tenían que aprender.
Habiendo trabajado en retail por muchos años, pude comprobar de inmediato la veracidad de ese estudio. El secreto de los mejores consultores del equipo de trabajo radicaba en que interactuaban casi “mágicamente” con el cliente, y lo encontraban en donde estaba. Entendían perfectamente las necesidades del cliente, hacían suficientes preguntas y atinaban de manera extraordinaria en el momento de recomendar un producto. Vendían experiencia. Las tres características de esos maravillosos vendedores en tiempos de estrés siempre eran las mismas: tenían espíritu de servicio, se ponían inmediatamente en tus zapatos y eran honestos con conocimientos de causas.
Estos genios en el arte de vender sabían que su misión iba más allá de simplemente el producto que ofrecían, era el orgullo de saber que impactaban directamente en la vida de las personas y entendían claramente que la gente tiene opciones y compraría, volvería o se iría, por ellos. Es verdad, a veces son buenas, malas o indiferentes, pero siguen siendo opciones y está en cada uno de los usuarios el decidir sobre estas. Cuando encontramos un servicio mediocremente malo, porque es más fácil encontrarlo así, que “mediocremente bueno”, siempre hasta irónicamente agradecemos que no hubiera sido aún peor; aunque no haya cumplido nuestras expectativas. Hay una fijación de muchos trabajadores que atienden al público directa o indirectamente en decir “no”, en vez de buscar la manera en cómo poder decir “sí”. Los clientes satanizamos nuestro derecho a reclamar por servicios mal prestados y nos consolamos repitiendo “por lo menos me dieron una silla”, cuando ya tenía una asegurada en un evento. “Por lo menos me atendieron”, cuando se demoraron más de la cuenta en una cita. Olvidamos el respeto como consumidores. El asunto grave es que empresas no han logrado calar la importancia entre sus filas, de la cultura que esperan tener y de la razón por la que existen como empresas.
La lealtad a una marca solo se gana y se mantiene con servicio, pero no del que hace pensar “por lo menos”, sino del tipo que nos quita el aliento por la satisfacción de haber recibido más allá de lo esperado, y por ir más allá del tiempo de la compra misma. Muchas empresas se afianzan con sus premisas como mantras, pero no comprometen el dar siempre buen servicio; que se cuiden las que están establecidas con sus nombres al creer que son invencibles. Cada día se pierden clientes y no se recuperan con campañas, sino por las acciones que se toman para servirlos como debe ser, como nadie más puede hacerlo, siempre con empatía y entendiendo las necesidades de sus consumidores. Ojalá entendamos que solo las empresas que verdaderamente mantengan respeto y aprecio por quienes les mantienen sus negocios vivos, podrán seguir creciendo. Que ganen las mejores por el bien de los consumidores. (O)
Álex David Torres Espinoza,
Guayaquil