Desde Pablo VI –a pesar de la contradicción un tanto maniquea respecto de la encíclica Humanae Vitae–, la familia humana resplandece como parte esencial de la civilización del amor, de la cultura de la vida. Y los papas Juan Pablo II y Francisco coincidieron en glosar y aplicar, como carta magna de la familia el himno a la caridad de la primera epístola de san Pablo a los Corintios. El primero, en su Carta a las familias de 1994; el segundo, más conocido ahora por la proximidad de las fechas, en la exhortación Amoris Laetitia.
Como es natural, el papa Francisco repitió ideas centrales de ese documento en Dublín, así como antes en tantas alocuciones y catequesis en la plaza de san Pedro. Juan Pablo II, si se puede hablar así, fue un gran dominador del tiempo en la acción evangelizadora; desde su primera encíclica de 1979 sintió la responsabilidad de estar al frente de la barca de Pedro que se dirigía hacia un nuevo milenio. Antes y después del 2000 glosó con frecuencia la realidad teológica e histórica de que la eternidad entró en el tiempo mediante la encarnación de Cristo. Podía haber sido de otra manera, pero Dios se hizo hombre en la familia de Nazaret, como señala el catecismo de la Iglesia, 525. No es preciso entrar en consideraciones teológicas de fondo sobre la plenitud intratrinitaria, modelo de la trinidad de la tierra y de las familias humanas. Enlaza con la doctrina de san Pablo sobre el matrimonio y la unión de Cristo con la Iglesia (existe desde la eternidad, según algunos padres). Dentro del sentido del ser humano como imagen y semejanza de Dios, los esposos mujer y hombre, se incluyen en la colaboración, en el acto creador (hijos, familia).(O)
Valentín Abelenda Carrillo, Girona, España