Por lo menos desde la literatura picaresca, si no antes, se sabe que la elegancia puede servir para ocultar miserias. Elegantes fueron las explicaciones de Luis Verdesoto y Diana Atamaint al calificar como gajes de la democracia a los problemas ocurridos en la primera sesión del Consejo Nacional Electoral. Mísera fue la actitud de los miembros –incluida la misma consejera– que forzaron una elección antes de que se hagan agua los helados. Se dice que hubo un acuerdo de altísimo nivel entre las dos principales fuerzas guayaquileñas, las organizaciones indígenas y los socialistas que buscan rescatar al histórico partido. Nada mejor que, en un organismo como ese, las autoridades se elijan por acuerdos y no por el viserazo de un todopoderoso dueño. Pero, si los acuerdos llegan como imposición desde afuera y no surgen desde el interior del Consejo, se pierden las esperanzas de lograr una real renovación. Eliminar el predominio de una sola voluntad para retroceder doce o quince años es tan nocivo para el CNE, para la política y para la democracia, como mantener la situación que se quiere superar.
El CNE tiene tres tareas centrales, urgentes e inexcusables. Como es obvio, tiene que organizar las elecciones, pero debe hacerlo con autonomía, transparencia y limpieza. Esas características, que por definición deberían estar presentes en todas las elecciones, desaparecieron durante más de diez años. Ahora debe recuperarlas para que la ciudadanía tenga la seguridad de que sus decisiones son respetadas y no están sujetas a oscuros manejos manuales y electrónicos. En segundo lugar, esa misma recuperación debe servir para que el propio Consejo adquiera legitimidad y los electores lo vean como una institución confiable y que les pertenece. Debe abandonar la bien ganada imagen de apéndice del presidente, pero no debe sustituirla por una condición de marioneta de grupos que actúan en las sombras. Es saludable la presencia de los partidos en ese organismo para vigilarse entre ellos, no para actuar en favor de algunos de ellos. Finalmente, el Consejo tiene la responsabilidad –no toda, pero sí gran parte– de lograr que la abrumadora mayoría de personas que aborrecen la política vuelvan a verla como una actividad necesaria y positiva.
Lo ocurrido en la primera sesión indica que las intenciones de algunos integrantes (¿la mayoría?) no apuntan hacia esos objetivos. A la primera –primerísima– oportunidad jugaron el juego que desprestigió a sus remotos antecesores y que fue uno de los factores para que la gente clamara que se vayan todos. Elegantemente se lo quiso presentar como el producto de discrepancias propias de la democracia. Nada más lejos de la realidad y de la teoría. Ciertamente, en la esencia de la democracia está la discrepancia, pero esta no es tal si no se produce en un marco de transparencia, con las cartas abiertas y sobre la mesa. No fue así. Las cartas vinieron marcadas y se repartieron bajo la mesa. La elegancia en la explicación no es suficiente para confiar en el organismo que tiene la mayor responsabilidad en la institucionalización del país.
(O)