Una de las experiencias más desagradables de la vida es ir al baño en un avión. En la medida de lo posible no suelo ir. Beber poco o nada de líquido es lo recomendable, pero ¿cómo no cepillarse los dientes? Imposible. Esa es una necesidad imperiosa.

Desayuno en el vuelo de Lima a Sao Paulo y los dientes me pesan, no resisto. Aprovechando que “no hay moros en la costa”, me despojo del cuello/almohada, de la chompa, del pañuelo, la cobija del avión que traigo envuelta en las piernas y de los lentes de lectura. Cruzo el pasillo del avión, confirmo que a más de un pasajero su Rexona lo abandonó y el estómago se me revuelve. Llego al baño, hay un chico antes que yo. Tengo náusea y dientes sucios. Los dos pequeños baños están ocupados, esperamos sin desesperar, me percato de que en la cola el avión se mueve sin compasión, respiro. Empiezo a ver hombres muy guapos, los brasileños sin duda lo son.

Se abre la puerta de un cubículo, el chico que estaba antes que yo ingresa. Yo espero mientras la gente detrás mío empieza a aumentar, ya son tres. El otro baño sigue cerrado, el señor detrás mío golpea, pero nada. Ahí hay un muerto, pienso con una sangre fría y una seguridad que a mí misma me asombra. Parece que alguien murió ahí, me animo a decir en voz alta, nadie se inmuta, parece que en estos vuelos siempre hay un muerto. Empiezo a escribir en mi cabeza la historia del cadáver que se desparrama, la azafata que grita, los niños que lloran, y de repente la puerta del baño en el que estaba el chico se abre. Entro, me lavo las manos mientras decido cual Hamlet si vomitar o no. Mejor no, opto por orinar, total, ya habiendo logrado la hazaña de entrar en el baño... Me cepillo los dientes, me lavo de nuevo las manos, salgo y la cola ahora tiene diez personas, todas me odian, con una sonrisita boba me dirijo a mi asiento, el mal olor me golpea de nuevo y llego a mi asiento descompuesta. Es oficial: ¡quiero vomitar!

... veo los candidatos que se postulan para las próximas elecciones seccionales y siento lo que mi abuela llamaba “desobligo.

En Ecuador pronto iremos a las urnas. Mayo está a la vuelta de la esquina y quiera que no, hay que ir pensando responsablemente. Pero ¿cómo?, si una de las experiencias más desagradables de la democracia es ir a votar sin esperanza. Llegar al recinto electoral y recordar todos los olores pestilentes que dejó el presidente/alcalde/diputado/prefecto saliente. Sentir náusea y pena, una pena enorme al ver que el país/la ciudad/la provincia van a la cola, sacudidos por el viento de la corrupción que los mueve sin compasión.

Al igual que en el pequeñito baño de aquel avión, no sé qué hacer: ¿votar por alguien o anular? La desesperanza gana la partida, si voto me sentiré culpable, si anulo también, pero veo los candidatos que se postulan para las próximas elecciones seccionales y siento lo que mi abuela llamaba ‘desobligo’.

Recorro la historia reciente y el mal olor golpea de nuevo. Es oficial: ¡quiero vomitar! (O)