¿Qué habría hecho cada uno de nosotros si se encontraba entre la turba que ajustició a las personas que los rumores acusaban de delitos graves, que además no se podían comprobar en ese momento? ¿Cómo hubiéramos enfrentado tal desborde de violencia y sadismo?

Hay episodios, etapas, momentos en que la racionalidad desaparece y quien intenta actuar de acuerdo con la ética, la ley, puede resultar agredido con la misma violencia que quiere evitar que lo hagan con otros.

Las reacciones extremas a problemas graves, considerados también extremos, desbordan en nuestra sociedad y en el mundo. La elección de personas autoritarias, mesiánicas, que prometen salvar a la sociedad eliminando lo que consideran el mal y sus autores, se extiende como mancha de aceite en las sociedades. Y se señala a los demás como responsables, pocas veces se analiza nuestra complicidad por acción o por omisión.

Con el linchamiento en Posorja, las alarmas han sonado con estrépito, la sociedad se cae en pedazos y la institucionalidad está por los suelos.

El “descubrimiento” de la infiltración de grupos terroristas en las Fuerzas Armadas agrega elementos al deterioro general.

La fuga y despedida de Fernando Alvarado, comunicando él mismo que ya no está en el país, agradeciendo el buen trato al Ministerio de Justicia y diciendo cómo pueden comunicarse con él, muestra tal grado de desfachatez y burla al tiempo que devela subliminalmente enorme complicidad y corrupción. Y elimina la poca credibilidad que quedaba en el funcionamiento de la Justicia. Las posteriores comunicaciones oficiales, cada uno diciendo que el otro es el responsable, sin asumir su compromiso en los hechos y siguiendo, sin inmutarse, en los cargos que tienen es una afrenta al sentido común.

Varias son las causas. Estos días se analizan profusamente. Personalmente me llama la atención la banalidad que se otorga a las palabras. Desde la asambleísta Normita, la recaudadora, que comienza citando pasajes bíblicos en su intervención en la Asamblea, justifica lo indefendible y señala con un dedo acusador como un puñal a quienes la están enjuiciando, hasta quienes dicen que no han robado y se han llevado el país en peso ‘con manos limpias, corazones ardientes y mentes lúcidas’.

No relacionan sus robos con la pobreza de la población, ni los ciudadanos son conscientes de que es a ellos que les han robado.

La palabra compromete, es creadora, es semilla que produce fruto, es vida, pero cuando se la emplea sin respeto produce hastío, cansancio, podredumbre, descrédito en personas e instituciones. Las palabras pueden producir guerras, asesinatos y linchamientos.

Para reparar en algo los deshechos de institucionalidad que vivimos, el país requiere a los mejores hombres y mujeres, requiere acciones eficaces y, sobre todo, percatarnos de la enorme responsabilidad de todos y cada uno.

Cuando se está en un incendio se busca apagarlo, después se averigua si fue por cortocircuito, escape de gas, vela encendida o qué. Al incendio de la desinstitucionalización del país hay que hacerle frente y apagarlo.

El despertar colectivo no tiene que ser una turba enfurecida capaz de las peores atrocidades, tiene que ser un compromiso claro y definido en pocas y sustanciales medidas que nos pongan a todos en marcha hacia un destino común de justicia, honestidad y equidad. Requiere un líder democrático y un equipo que ponga el país y el servicio por encima de todo. Hora de cambios y golpe de timón para enfrentar la tormenta. (O)