Los ficus que nos dan sombra desde la vereda están enfermos, ellos tan fuertes y frondosos a cuya sombra muchas veces descansan los obreros, perdieron sus hojas y se ven como espectros oscuros que solo guardan su forma. Ahora parece que retoñarán, unos pequeños brotes verde pálido se atreven a asomar trémulos entre el ruido, los gases de la avenida Barcelona y las brisas del estero Salado.

Algunas personas me aconsejaron hace mucho tiempo de cortarlos, sostienen que tienen malas vibraciones y que no son buenos para una casa. Los defendí. Los conozco desde pequeños cuando sembrados en una maceta, un par de chanchos sueltos en el vecino barrio de las Lomas los dejaron con sus raíces al descubierto luego de romper su recipiente.

Los trasladamos a la vereda de la Ferroviaria donde los plantamos con Luchita. A los seis meses eran árboles altos que entrelazaban sus ramas haciendo un arco sobre el portón, donde los negros finos hacían sus nidos y picaban a cualquier transeúnte que pasara cerca cuando los pichones inundaban sus ramas.

Los defendimos de la regeneración urbana que ponía cemento en las veredas y quería cortarlos porque sus raíces levantan el hormigón, hicimos guardia durante los días de peligro y finalmente le dejaron un círculo relativamente pequeño alrededor del tronco gris, pero suficiente para que reciban agua y triunfen del amasijo duro que los encorsetaba.

Su vecindad trae algunos problemas a los moradores porque siempre hay que barrer las hojas y porque también alberga, a veces, orugas inmensas que guardan en su corazón mariposas enormes y bellas. Ni hablar cuando riegan sus frutos, pequeñas bolitas verdes, que pueden asegurar más de una caída y que los niños aman pisar para escuchar su crujido.

Así que hemos hablado con ellos. Un vecino les ha propinado algunas zurras amicales. Los regamos dos veces por día y parecen estar dispuestos a vivir.

Me detuve a ver un documental sobre la inteligencia de los árboles y me quedé abismada de la comunicación que existe entre ellos, cómo se ayudan entre los de la misma especie y cómo unos insignificantes hongos permiten la comunicación entre los habitantes del bosque. Eso sí, árbol que está solo o vive como ermitaño queriendo expandir su follaje y pavonearse de su esplendor, pierde la capacidad de conocer los peligros que pueden acecharlo, pues no recibe los avisos de los demás.

Tan enmarañada como las raíces de los árboles, es la vinculación de todo lo que vive con todo lo viviente. Somos cada uno de nosotros responsables de la delicada red que nos une con otros, seres humanos, animales, vegetales, lo que vemos y lo que no vemos. Así como los árboles se enferman, las sociedades también. La atacan los virus de la corrupción, el desgano, la apatía, el populismo, la violencia, la inseguridad, el descrédito. Y estos se manifiestan en las guerras, el hambre, la pobreza, la inequidad (en 60 países los seres humanos padecen hambre extrema) y tantas lacras que a veces parecen arrasar las maravillas que nos rodean y la bondad que habita en millones de seres humanos.

A medida que envejezco miro con mayor compasión esta realidad de la que hago parte, me indigna más el descaro de los que mienten y siembran muerte, rencor y mentiras por doquier, me niego a creer que el odio y la sinvergüencería serán más fuertes que la justicia, la paz, el amor y la empatía. (O)