Hay que esperar que la línea imaginaria por la que correrá el tren playero tenga una estación de llegada concreta y que no conduzca a la galaxia gaseosa que se dirige la consulta lanzada al aire por el presidente del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. Debe ser el aire de los tiempos, relajado, sin presiones, con fiestas de Guayaquil y sin el aguacero franciscano de Quito, que lleva a que las dos personas con mayores responsabilidades en el país se tomen las cosas con una liviandad que hasta llega a ser envidiable. Sin estudios previos, sin una nota escrita que recoja los números básicos de costos, pasajeros y pasajes, en el un caso, y el resumen de un estudio de expertos con las diversas alternativas, en el otro caso, ambos presidentes lanzaron sus respectivas propuestas para que sea la opinión pública la encargada de desentrañar los misterios que encierran.

Un tren siempre es atractivo, cautivador. Durante muchas décadas fue signo de progreso a nivel mundial y sigue siendo el mejor medio de transporte en la mayor parte de países europeos. En nuestro medio está asociado a la Revolución Liberal, por su aporte a la unidad nacional y, dramáticamente, por el viaje final del caudillo que lo impulsó. Nunca nos hemos preocupado demasiado por el costo que tuvo ni por el nebuloso manejo de los papeles de la deuda que sirvieron para su financiamiento. El romanticismo no se para en esas minucias. Ahora tampoco hay para qué entrar en debates asquerosamente materiales, como preguntarse si el recorrido por las playas y la unión entre dos puertos, que no necesitan unirse, sería prioritario frente al enlace entre las dos ciudades más pobladas del país, que sí necesitan complementarse. Ahí quedó la propuesta, que fue tasada en un millardo de dólares y veintiséis meses de trabajo en una rueda de prensa tan seria y responsable como aquella en que, a inicios del correato, un ministro de Gobierno anunció que se había capturado al hombre del maletín. Por sólidos rieles circulan los buenos deseos.

La consulta y las reformas del otro presidente traen más cola, porque señalan plazos más cortos e involucran directamente a la ciudadanía. Que hay que eliminar al Consejo de Participación es algo que muchos hemos venido sosteniendo desde que lo creó ese enorme kindergarten instalado en Montecristi. Pero que se nos pida que demos nuestra opinión de ciudadanos el mismo día y momento en que iremos a elegir a sus miembros (porque así lo decidió la consulta de febrero), suena un poco inentendible. El derecho a elegir, propio de la democracia representativa, va a chocar con el derecho a decidir, propio de la democracia directa. Es un llamado a ejercer la esquizofrenia ciudadana en toda su plenitud.

Habrá que esperar que pase este aire de los tiempos, que los entusiasmos se enfríen y que no prosperen las ganas irrefrenables de imitar al gobierno pasado. Que vuelvan a los rieles de la sensatez los dos presidentes y que todo quede en un momentáneo descarrilamiento. (O)