Ya era un frecuente visitante de mi casa desde mucho antes de que yo naciera. Lo hacía regularmente para visitar a su madre, Rosita (mi bisabuela), y a su hermana Graciela (mi abuela) que vivían con nosotros.

El recuerdo más antiguo que tengo de Carlos Aurelio Rubira Infante se remonta a una fresca tarde de un domingo de mayo a inicios de los 70. Con motivo del Día de la Madre, y como fue su costumbre mientras ellas vivieron, llegó acompañado de su guitarra y de su compadre Maridueña a dar la serenata de orden, pero en esta ocasión, acompañado de un personaje que causó especial revuelo en la cuadra entera del pujante barrio de Urdesa Norte. Cuando pregunté quién era ese sonriente camarada, mi abuela me dijo con gran solemnidad:

“… Es Julio Jaramillo...”.

Al finalizar, Jaramillo se despidió de las agasajadas con una venia, y de mi tío, con un reverente: “…Maestro, ha sido un honor…”.

Con el paso de los años, comprendí quién era JJ y dimensioné quién era ese señor a quien el inmortal Ruiseñor de América llamó “maestro”.

Tuve la bendición de disfrutar de su magia musical por décadas, todos los días de la madre, del padre, cumpleaños y fines de año.

El 31 de diciembre solía llegar 15 minutos antes de las 00:00 en un taxi, que siempre intentaba pagar (muy pocas veces con éxito), pues los taxistas se resistían a cobrarle la carrera al maestro. Y después del brindis y la cena, comenzaba la jornada bohemia con familiares y amigos hasta el ceviche de la mañana siguiente.

Fue un músico irrepetible, que amaba profundamente lo que hacía y que disfrutaba cada acorde y cada estrofa como si fuese la primera vez, como si fuese la última; voz prodigiosa, oído mágico y unos dedos que se acomodaban a los trastes y cuerdas como si fuesen una extensión de la guitarra.

Por ello y pese a ser ya toda una celebridad, cantaba a todo pulmón sus canciones, rodeado de la familia y en algunos casos hasta de desconocidos, año tras año, década tras década, hasta la última nota y hasta la última gota del escocés que tomaba seco y puro, uno tras otro, hasta que mi abuela le “cerrara la llave”, no sin antes exigir el del “estribo”. Jamás un desplante, una señal de cansancio, o de siquiera indiferencia con su siempre extasiado y orgulloso público.

A dos días de cumplir 97 años, se ha apagado su vida terrenal, dejándonos el más rico y extenso legado de la historia de la música ecuatoriana, para alimentar la identidad de esta nación que, en palabras del maestro José María Cano en su célebre Eungenio Salvador Dalí, anda tan ‘justa de genios’. Y para los que nacimos en esta tierra de las bellas palmeras, de cristalinos ríos y paisaje ideal, ese himno con el que tanto nos identificamos.

Descansa en paz, tío querido; maestro, trovador de la patria, guayaquileño madera de guerrero.

La distancia me impidió verte por última vez, pero me quedo con tu recuerdo y con el orgullo de llevar tu sangre en las venas.

(O)